No despertaba precisamente demasiados alicientes, pero es verdad que la realidad es mucho más dura de lo que cabía pensar. Tanto es así que la adaptación al cine de la serie de televisión 'Los vigilantes de la playa', que se vio en TV desde 1989 hasta 2001, puede catalogarse de fracaso en toda regla. Aunque ha tardado más de lo previsto en hacerse realidad, no es probable que nadie se sienta satisfecho con los resultados de un trasvase marcado por la mediocridad y la estupidez. El responsable de la operación, el director Seth Gordon, entregado casi por entero a la pequeña pantalla y autor solo de tres largometrajes para el cine -'Por la cara', 'Cómo acabar con el jefe' y 'Como en casa en ningún sitio'- no ha encontrado en ningún momento el punto idóneo para acometer un proyecto que aunque apenas inspiraba confianza por lo menos podía no ser un desastre.

Pero ni como comedia ni en formato de thriller de acción puede rescatarse en ningún sentido. Lo que se nos ofrece es, simplemente, un homenaje al físico hercúleo de Mitch, es decir Dwayne Johnson, y un desfile de bellas señoritas en traje de baño, por un lado, y unos diálogos sumamente chabacanos que denotan, por otro, una insólita fijación en los órganos sexuales. Sobre esa base y con dos horas de metraje lo que acaba imponiéndose no es otra cosa que el aburrimiento. Todo eso en el decorado de una bahía que puede desaparecer de inmediato por culpa de unos traficantes de drogas que la han elegido como sede de operaciones. Por fortuna el equipo de los "vigilantes", que sigue dirigido por Mitch, no está dispuesto a permitir semejante final y con la ayuda de una nueva incorporación, Matt Brody, un atleta olímpico con dos medallas de oro, que ha caído en desgracia por culpa del alcohol pero que está decidido a recuperarse, emprende su guerra abierta contra la delincuencia organizada. Son seis personas con amplia mayoría femenina, cuatro por dos, que están decididos a imponer su ley. Sin aspectos de cualquier tipo que reclamen un mínimo de interés, el tinglado se tambalea desde el principio y no tarda en venirse abajo. Ni el humor ni el espectáculo llegan a brillar con un mínimo de fuerza.