A Eusebio Talón le gusta volver al faro de Cala Figuera (Calvià) aunque no puede evitar sentir cierta lástima al verlo ahora. "Es muy triste ir a un faro y que esté cerrado, y más cuando ha habido fareros que han perdido la vida por ayudar a otros", afirma mientras recorre de nuevo el camino que lleva hasta esta torre y a la casa donde vivió durante 25 años. Hoy el viento sopla fuerte y las olas del mar alcanzan una considerable altura, el espectáculo es bonito pero infunde cierto respeto. Al antiguo farero no le impresiona. Él ha vivido verdaderos temporales y le han hablado de otros que llegaron a cubrir la torre, dejando peces en lo más alto; otros arrastraron parte de la barandilla de la casa y hasta 40 metros de la carretera€ Eusebio también se ha lanzado al agua a rescatar a náufragos, a nueve personas en total. A otros cuatro ya no fue posible. Sin embargo, él nunca tuvo miedo ni sensación de peligro.

Eusebio es uno de los últimos fareros de Balears y su testimonio aparece en la web dedicada a los faros que puso en marcha la Autoridad Portuaria de Balears hace un año. La intención de la APB es dar a conocer las vivencias de los hombres y mujeres que trabajaron y vivieron en estas torres, los técnicos mecánicos en señales marítimas, como se les llamaba oficialmente, y una profesiones en vías de extinción tras la automatización de las torres. Por ello, los recuerdos y las anécdotas de esos técnicos o de sus familiares tienen un gran valor.

Al principio, el trabajo en un faro no estaba sujeto a horarios y era muy duro, no sólo por el aislamiento que suponía el lugar. El farero debía encender y apagar el faro cada día, cargando hasta la parte más alta los litros de combustible y haciendo uso de la fuerza para ponerlo en marcha. Solía haber un equipo de dos fareros que se turnaban, para garantizar que siempre hubiera uno de guardia. Con el avance de la tecnología, se diseñaron alarmas que les permitían descansar más y llegó un momento en que tan sólo fue necesario un técnico por faro.

Pasión por su trabajo

A sus setenta y pico, Eusebio es una persona muy activa, abierta y en su cabeza se acumulan infinidad de datos técnicos e historias relacionadas con su profesión que no dejan de sorprender y que demuestran su pasión por la profesión. Le gusta recopilarlas y escribir sobre ello, sobre la historia del que considera ´su´ faro, de los embarrancamientos que se produjeron, como el del Lulio y el Ciudad de Palma, mucho antes de que él llegara. Es un verdadero manitas, como él mismo reconoce, y también confirman sus antiguos compañeros, y durante mucho tiempo fue el responsable del único aerofaro de Mallorca, el que emitía destellos tanto para las embarcaciones como para los aviones, además de ser también radiofaro.

El primer sistema de alarma que montó fue utilizando dos espejos, para que la luz del faro se reflejara en el interior de su vivienda. "Incluso dormido, me daba cuenta cuando se había apagado", dice. Si así sucedía, como técnico subía a la torre a ver qué pasaba y a reparar la posible avería.

En Cala Figuera "tenía una semana de trabajo y una libre, en la que me iba a Palma, donde estaba mi mujer y mis hijos", explica de aquella época. En el faro había otro compañero con el que se turnaba, era lo habitual, hasta que la tecnología fue facilitando la vigilancia. Durante el tiempo libre, se entretenía con la electrónica o pintaba. Los fines de semana llegaba su mujer con los niños, hasta el domingo por la tarde, en que volvían a su casa.

Mientras recorre el faro, Eusebio recuerda dónde plantó su pequeño huerto y recoge unas hojas de una planta. "Esto va muy bien para los ataques de riñón. Lo sé porque lo he padecido", comenta. Se muestra orgulloso de no haber abandonado nunca su puesto estando de guardia, ni siquiera cuando tuvo cólicos de riñón y, en otra ocasión, una angina de pecho. Hasta que no acabó su guardia no se fue, y lo hizo para ser ingresado directamente en una clínica.

De los rescates que protagonizó, el de dos matrimonios de británicos y sus niños le valieron la medalla de bronce de la Asociación Española de Salvamento de Náufragos. El día que en DIARIO de MALLORCA salía publicada una entrevista con él por este motivo, una noticia a pie de página informaba de la muerte de un submarinista en aguas de Cala Figuera. Según el texto, "la primera alarma sobre el caso llegó pasadas las once de la mañana al Centro de Coordinación de Salvamento Marítimo. El farero de Cala Figuera avisó que había un hombre haciendo pesca submarina a pulmón libre y que hacía tiempo que no lo veía salir a la superficie".

otro compañero veterano

Antes de Cala Figuera, este técnico estuvo tres años en el faro de la isla de l´Aire, islote cerca de Menorca, y también en Coruña, en Salamanca y en Orense. Y en muchas ocasiones coincidió con un compañero muy conocido: Pedro Bonet, el último farero de Portopí y antiguo coordinador de todos los faros de Balears. Al igual que Talón, Bonet es como una enciclopedia andante, no sólo de datos técnicos de estas torres de señalización, sino de la evolución de Mallorca, de los cambios€ En el puerto todos le conocen, sino personalmente, sí saben quién es y lo que ha sido.

La puerta por la que los turistas y las visitas entran hoy al antiguo faro, convertido en museo, era la que por las noches cerraba Pedro. Dentro estaba su vivienda y la de su familia, durante casi 19 años. Además, había otras dependencias para su compañero. Su memoria es prodigiosa, capaz de recordar datos técnicos e históricos. A los 76 años, recuerda cómo subía varias veces al día las escaleras de la torre, las mismas que ahora le suponen algo de esfuerzo. Pero lejos de recordar tiempos anteriores con melancolía, Pedro hace gala de muy buen humor y de su interés por todo lo que tenga que ver con los faros.

Ahora, en el antiguo faro no queda ningún resto de lo que fue la casa de este hombre, pero bordeando el patio de la entrada están las plantas que él plantó, y más allá el laurel, y en el terreno de enfrente, el que lo separa del castillo de San Carlos, tenía sus patatas.

Nacido en Llucmajor, de padres payeses, a Pedro el amor por los faros le llegó de niño. Desde los ocho a los once años, su escuela fue el faro de Cap Blanc, y su maestro, el torrero Federico Garau Llinás. "Era un hombre muy avanzado. Nos daba clase desde la una y media a las siete de la tarde. Y si había alguna avería, nos dejaba a cargo de su mujer". A los diez años tuvo claro cuál iba a ser su futuro y, aconsejados por Garau, sus padres insistieron en que estudiara y se preparara.

Orense y Cartagena fueron destinos anteriores, hasta que en 1980 llegó a Portopí, el tercer faro más antiguo en activo del mundo. "En invierno, a las cinco de la tarde ya estaba fijo en el faro. En verano iba más tarde", recuerda de su rutina. Aunque se suele pensar en los faros como lugares solitarios, aislados del mundo, Pedro Bonet asegura que él nunca ha tenido esa sensación. "Yo nunca he tenido un carácter solitario.

Cuando el dique del oeste estaba abierto, tenía muchísimas visitas. A las diez de la noche, en verano, se presentaba gente y yo les enseñaba el faro", añade. "Aprendí a escribir a máquina con todos los dedos y sin mirar, también estudié inglés, francés€", así aprovechaba su tiempo ´libre´.

Cuando con 60 años se le presentó la oportunidad de jubilarse, no lo dudó. Dejó el lugar donde tanto tiempo habían pasado él, su mujer, sus dos hijos e incluso su nieto. A este pequeño se lo llevaba en la bicicleta cuando tenía que salir a comprobar algo y en aquella época el dique era el lugar elegido por muchas parejas para tener intimidad por la noche, en el interior de sus coches. Y esas situaciones provocaron más de una anécdota: "Me acuerdo que comprobaba una cerradura que habían sellado con silicona y mi nieto me dijo, abuelo, estos no te van a estropear nada. ¿por qué? Pues porque solo se morrean´ me dijo". O la del rescate de una pareja que había caído al agua y resultó que eran cuñados y el hombre estaba en estado de shock ante la posibilidad de que el accidente descubriera el lío amoroso...

"Me ha gustado mucho mi trabajo, pero no me dio pena irme". Al igual que asegura que tampoco le entristece visitar lo que fue su casa, y de la que no queda nada, reformada y convertida en un museo de faros, proyecto en el que Pedro estuvo implicado desde el principio. A diferencia de Eusebio Talón, que no es partidario de darle determinados usos a los antiguos faros, Pedro se muestra convencido de que su supervivencia pasa por darles un uso comercial, por un negocio, incluso un bar o un restaurante.

Vivir en el faro de sa Creu

No fue farero, pero vivió toda su infancia y juventud en faros, especialmente el del Port de Sóller, sa Creu. Josep Lluís Gradaille es otro de los valiosos testimonios sobre esta profesión y que fue la de su padre, José Luis Gradaille. Con el paso de los años, Pep Lluís valora cada vez más lo que vivió junto a su progenitor y el resto de la familia. El mar, la naturaleza, la reflexión, la forzosa comunicación entre todos los que vivían en el faro han marcado su carácter y asegura que gracias a ello trabaja en algo tan singular como el Jardín Botánico de Sóller, del que es director.

De muy pequeño vivió en el faro de la Mola en Formentera. Después, en el de Cala Figuera, donde la esposa del sargento le dio clases. Y después su padre consiguió la plaza en Sóller. "Cuando llegué, encontré la luz", afirma y no sólo por la felicidad que vivió allí, sino porque el faro estaba electrificado. En Cala Figuera, cada uno de nosotros tenía su quinqué y con él íbamos a todas partes. Cuando llegué a Sóller, le dí a la llave y se encendió la luz", explica.

"Para mí era un mundo muy feliz, en contacto permanente con la naturaleza, el mar, la pesca€ Lo único que no podíamos hacer era jugar al fútbol, porque la pelota se nos hubiera caído al agua", comenta como anécdota. El tenía su rincón favorito, junto al bufador, y allí corría huyendo cuando en casa las cosas no le iban bien. Recuerda a su padre diciéndole a su madre: "Déjalo, ya sé dónde está". Allí estaba, en una roca, con su perro al lado. "He mirado horas y horas de mi infancia y adolescencia el mar. El faro nos ha servido de refugio cuando lo hemos necesitado", afirma Gradaille.

Sin embargo, Pep Lluís no tiene esa imagen romántica ni bohemia de la vida en un faro, no dejaba de ser un lugar aislado€ Aunque eso sí, "cuando llegaban fiestas, como navidad, toda la familia quería ir al faro, para celebrarlo a lo grande, y si había temporal y nos quedábamos incomunicados, mejor aún. Pero claro, ellos después volvían a sus casas", explica.

Su padre fue autoritario, recto, "socialmente poco adaptado, el diálogo no formaba parte de su sistema", comenta. Cada día, a la puesta de sol, estaba en el faro. De sus tiempos en Formentera, protagonizó un rescate de un piloto alemán. Estando en el faro, una noche de calma, su compañero, un madrileño llamado Antonio, y él vieron el resplandor de unas bengalas. "Pepe ve tú que tienes más fuerza que yo", le dijo. Y el farero Gradaille cogió una barquita y fue a ver qué pasaba. Al llegar al lugar vio una avioneta y dos pilotos. Uno ya estaba muerto y el otro, muy mal herido, con el volante de la avioneta clavado y parte de las tripas por fuera. Lo subió a la barca y lo llevó a tierra. El hombre no respondía y lo cargo a su espalda para subirlo cien metros. Ese acto de heroicidad le valió un reconocimiento por parte del Gobierno alemán y un premio de 500 pesetas. Cuando el Gobierno español vio lo que le habían dado, no quiso ser menos y le recompensó con otras 500 pesetas, toda una fortuna para el año 1944.

"Cuando se jubiló, automatizaron el faro y pasó a cargo de otra persona". Aunque ahora lo recuerda como unos años muy felices, también había mucho tiempo de soledad pura y dura, y no sólo para el responsable de la torre. "Mis padres estuvieron casados 49 años y medio y estuvieron juntos todo ese tiempo, los 365 días de cada año, las 24 horas€ Qué abnegación más profunda debían de tener la mayoría de esposas de fareros", recalca Gradaille como homenaje a esas mujeres. Las hubo incluso que tuvieron que dejar sus hijos al cuidado de familiares o amigos, por la imposibilidad de poder educarlos en un faro.

El hijo del farero del Port de Sóller opina que "ahora los faros no tienen ningún sentido. La tecnología ha acabado con ellos. Valdría la pena que quedaran como monumentos históricos marítimos y que la Autoridad Portuaria de Balears o el Govern les dieran una utilidad pública, incluso un restaurante".

El faro ha sido muy importante para toda la familia Gradaille. La filmación de la entrevista a Pep Lluís para farsdebalears.org fue la excusa perfecta para que él, sus hermanas, y los nietos del antiguo farero volvieran a la que fue su casa familiar. Y la emoción de recordar se transformó en lágrimas para muchos de ellos: "Yo, ahora, daría una parte de mi tiempo para poder seguir yendo los fines de semana al faro".