Deng Xiaoping era el "motor" de China, en el mismo sentido de fuerza inexcusable utilizado por la fiscal Àngeles Garrido para tildar a Urdangarin de "motor" del caso Infanta. En su lecho de muerte, Deng le dijo al presidente Jiang Zemin:

...Si no combates la corrupción, China se hundirá. Si combates la corrupción, se hundirá el Partido.

La traducción al castellano es un caso de corrupción del Partido Popular que atenta contra la médula del Estado, al estar protagonizado por miembros de la Familia Real. Es superfluo especificar la respuesta de Mariano "sé fuerte" Rajoy ante dilemas de esta envergadura.

Doce años después de la estafa de los foros del caso Infanta, todavía no sabemos si Urdangarin saldrá condenado del Supremo. A cambio, nosotros seguimos condenados a Urdangarin, pagando a funcionarios para que lo protejan de sí mismo en Ginebra, reviviendo a cada instancia sus ridículos foros.

Cuando te asomas al abismo nietzscheano, el abismo te devuelve la mirada, y no nos gusta el rictus que nos retorna el exduque. Parece que nos reprocha sus delitos, se ha convertido en la maldición más recurrente de un país dislocado. Cada exceso rigorista de un poder avalado por PP, PSOE y Ciudadanos se salda con la jaculatoria "¿y Urdangarin qué?" Cada atropello remite a un personaje inculto, que confundiría hacerse el sueco con hacerse el suizo. Paradójicamente, el exduque se ha convertido en el símbolo de que la justicia no es igual para todos, a pesar de que el caso Infanta pretendía demostrar lo contrario.

Urdangarin funciona como una interpelación constante a la desigualdad en el trato a los poderosos. Empezando por la misteriosa conclusión de un tribunal de mujeres, que considera que una esposa por fuerza debe ser una ignorante, no importa que ocupe un alto cargo bancario y aspire al trono. El exduque debería ser el primer interesado en racionar el mal que se le desea, en no tratar los seis años y tres meses recetados por la Audiencia como una condena, sino como una liberación. En limitar el daño, en evitar el contagio a la Familia Real que contaminó. O que le contaminó, porque hay versiones para todos los gustos.

Por supuesto, ayer ocurrió todo lo contrario ante el Supremo. De repente, Urdangarin descubre que se casó con la Familia Real, y que es posible que ejercieran su magnetismo a distancia para forrarle a foros. Se coloca bajo el manto de armiño, advirtiendo como hizo antes su compinche Diego Torres que esta intervención Deus ex machina desde La Zarzuela no sería criminal. Es el mismo argumento de Ben Brafman, el astuto abogado de Harvey Weinstein. Lo ocurrido en el sofá del productor fue ofensivo y repugnante, pero no punible en cuanto aceptado con resignación por las víctimas.

El abogado de Urdangarin se lamenta ante los magistrados de que su cliente ya está condenado por la opinión pública, pero se olvida de admitir que la calle informada conoce el caso con más minuciosidad que los jueces del Supremo. De hecho, el rechazo instintivo que provoca la primera sentencia de la Audiencia se debe a su escasa penetración sobre el funcionamiento de la Mallorca de los años dos mil. Parece redactada por extranjeras, suerte de la versión corregida a cargo de la fiscal Garrido.

Se insiste en que Cristina de Borbón es la responsable de la abdicación de Juan Carlos I, y quién se atrevería a desmentirlo. Se yerra sin embargo al imaginar que su efecto destructivo solo funcionaba en dirección ascendente, y que los foros robados a los ciudadanos se saldaban con material valioso para una teleserie. La riqueza no filtra, pero como bien preveía el sabio Deng, la corrupción se derrama generosa sobre sus víctimas. El país se equivocó al creer en la pureza inmaculada de reyes y princesas, pero no se acostumbra a no creer en nada.