Durante los años, más de cuarenta, en que di clases en la Universitat de les Illes Balears, raro fue el curso en el que nos les hablé a mis alumnos de cómo sería Mallorca en cuestión de unos cuantos miles de años. El contexto en el que les hablaba era el de la sucesión de periodos glaciares. Vivimos desde hace unos diez o quince mil en un interglaciar; como consecuencia, el nivel de los mares subirá y las playas actuales desaparecerán bajo la superficie.
Aunque se trate de una apuesta de futuro, caben pocas dudas acerca de que será así. El reportaje de estas páginas es también, como aquellas clases mías, especulativo pero no supone un brindis al sol: queda sustentado por las evidencias que tenemos al alcance de la mano.
¿Resulta más fácil hacerse una idea del futuro que nos espera dentro de veinte años que del que llegará cuando pasen veinte siglos? Si algo nos ha enseñado la Historia reciente es que la vida cambia en un santiamén, que unas pocas horas, como las posteriores a las nueve de la mañana de aquel infausto 11 de septiembre de 2001, pueden dar al traste con el mundo tal y como lo conocíamos para precipitarnos en el caos.
No obstante, las claves que subyacen a la crónica de hoy se sustentan en tendencias que de momento nos parecen sólidas.
¿Desaparecerá, con la arena, el turismo cutre? No sé yo si esa buena noticia que adelantan los expertos habrá de llegar. Pero tal vez para entonces el atractivo del sol y la playa se hayan convertido en una amenaza. Es lo que tiene que avancemos en la desertización; pocos turistas van al Sahara con el propósito de broncearse. Pero los recepcionistas que les recibirán serán hologramas y viajarán en coches eléctricos.
Otra cosa es si tendremos de qué vivir los que no seamos robots, o si cabrán aún más automóviles en las carreteras. Las respuestas que se apuntan son negativas. El mundo feliz de Aldous Huxley está llegando.
