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Análisis

Sin casa en la que vivir; por Cela Conde

Allá por los años ochenta del siglo pasado cualquiera interesado en entender el mundo en el que vivía pudo constatar la aparición de todo un drama generacional...

Sin casa en la que vivir; por Cela Conde

Allá por los años ochenta del siglo pasado cualquiera interesado en entender el mundo en el que vivía pudo constatar la aparición de todo un drama generacional. El auge del turismo, con el cambio económico que produjo, llevó a que determinados enclaves de Mallorca fuesen pasto del ansia por vivir en la isla de gentes llegadas de las cuatro esquinas del planeta. Pueblos enteros, como Deià, Pollença, S´Arracó o Sòller, por poner sólo un par (par en mallorquín) de ejemplos, cambiaron por completo su paisaje geográfico y humano. En buena medida fue un cambio a mejor: las casas rurales se acondicionaron, los jardines florecieron, las calles adquirieron un tinte cosmopolita y festivo. Nuevos vecinos, algunos de ellos verdaderas referencias culturales de rango internacional que aún se recuerdan con nostalgia, se convirtieron en vecinos de la isla.

Pero, como todo en esta vida, esa cara positiva de la moneda contaba con su correspondiente cruz. Poco a poco al principio; de forma acelerada y extensa más tarde, se hizo obvio el problema: tanto interés de los llegados de fuera produjo un auge desmedido de los precios de las casas y de las fincas hasta el extremo de que los hijos de familia de los payeses que llevaban viviendo en sus propiedades desde hacía siglos se encontraron con que les resultada imposible seguir la tradición. No quedaba a su alcance el vivir en el mismo lugar en el que sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos y sus tatarabuelos lo habían hecho. Por lo que hace a los recién llegados, pero no los pintores, los escritores, los abogados, los empresarios y los pensionistas de lujo sino quienes estaban a su servicio trabajando en el desarrollo de la nueva sociedad isleña, tuvieron que meterse donde podían. Alquilando la vivienda, por supuesto.

El reportaje que aparece en estas páginas pone de manifiesto que esa solución ha desaparecido también en este nuevo mundo del auge globalizador. El precio de los alquileres se ha disparado de tal forma que se habla ya de una segunda burbuja después de aquella de hace una década que nos metió en una crisis tremenda. Por lo que se ve, hay muchas personas que no sólo siguen en ella sino que la nueva luz ha empeorado su condición.

El problema del uso ilegal de las viviendas para el negocio turístico que la ley aprobada este verano en el Parlament quería resolver no sólo no ha hallado solución sino que ha empeorado. Ni han salido pisos en alquiler para que los trabajadores puedan alquilar, ni han bajado unos precios que no hacen sino subir de continuo. Las viviendas tentadoras, con características deseables, duran un suspiro en el mercado a pesar de que las renovaciones de los contratos de alquiler al vencimiento del plazo sufren aumentos bárbaros, de hasta un 40% de un año a otro. Como consecuencia, quienes necesitan de un lugar en el que vivir tienen que conformarse con los desechos: sótanos de muy escasa salubridad; apartamentos diminutos fuera de Ciutat; habitaciones solitarias, llegado el caso. Estamos volviendo al franquismo, sí, pero no al político sino al sociológico. No tardarán en aparecer las pensiones aquellas con derecho a cocina que aparecen en la literatura costumbrista de la postguerra. Las familias numerosas abundaban entonces. A las que existen ahora apenas les queda por delante, para poder vivir en Mallorca, otra solución.

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