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Justicia

La defensa de ruptura no empezó con Cursach

Los abogados de corruptos en apuros han recurrido en Mallorca a menudo a romper la baraja procesal

La manifestación para pedir el encarcelamiento del juez instructor y el fiscal del caso Cursach se inscribe en el rupturismo. pere joan oliver.

El controvertido pero apasionante abogado francés Jacques Vergès popularizó en Francia la defensa de ruptura, consistente en afrontar los procesos negando la autoridad del sistema judicial. Es un recurso útil cuando los clientes son terroristas argelinos, jemeres rojos, Carlos el Chacal, criminales nazis o negacionistas del Holocausto. Coloca a los tribunales en una posición incómoda, porque los magistrados saben mejor que nadie que su vigencia reposa en la aceptación tácita de la siempre discutible liturgia del proceso.

Desde la tumba, Vergès no perdonaría que se le comparase con los abogados del caso Cursach, que han parodiado su defensa de ruptura. Sin embargo, la idea de montar una manifestación para pedir el encarcelamiento del juez instructor y el fiscalmanifestación para pedir el encarcelamiento del juez instructor y el fiscal del escándalo se inscribe en un rupturismo interpretado desde las leyes del hooligan. El espectáculo debe contemplarse con la frialdad de una escenificación. Solo sería terrible si tuviera visos de prosperar.

Desde fuera, la defensa de ruptura parece facilona por radical. En realidad, requiere abogados duchos en la dialéctica, que exploten los resquicios inherentes a cualquier construcción jurídica. Mal administrada, la cacofonía desemboca en una embarazosa dramatización truculenta, que se vuelve contra sus promotores. Así acaba de ocurrir en Mallorca, y no podía suceder de otra manera dados los personajes involucrados. El daño colateral afectará a abogados de profesionalidad innegableafectará a abogados de profesionalidad innegable, que pagarán los platos rotos del seísmo propiciado por sus colegas.

Solo las traiciones de la memoria explican que el exótico tribunal callejero montado el pasado lunes frente a los juzgados de Instrucción palmesanos se considerara pionero. Precisamente por haber encausado a corruptos de ringorrango, la defensa de ruptura es un clásico en Mallorca, si bien nunca antes con la zafiedad exhibida en el caso Cursach. El precedente de una manifestación contra una operación anticorrupción se halla en el caso Relámpago. Por primera vez se apuntaba a un bufete de tronío como los Feliu, y se registraban intocables notarías. Se convocó un acto de protesta ante la delegación del Gobierno, un ágape rupturista de participación todavía más tibia que en el caso del empresario nocturno. Remansadas las aguas, el escándalo se saldó con numerosas condenas, incluso con confesiones de los abogados a cambio de reducciones en la pena. Y con Ana Torroja cantando por lo penal.

La ruptura es la última defensa, pero funciona mejor cuando se dispone de padrinos que ejercen de titiriteros. Así ocurrió en Mallorca cuando se dirimía la extradición a Australia del billonario Christopher Skase, que se escudaba en una enfermedad pulmonar que le impedía viajar. Para soslayar la dolencia, un tribunal de la Audiencia Nacional se desplazó a Palma, con el célebre fiscal Fungairiño patrocinando la devolución del magnate enemigo de Rupert Murdoch. El abogado Antonio Coll interpretó una acertada versión local de Vergés, al poner en solfa la calidad democrática del país australiano, y mencionar las torturas a que se arriesgaba su defendido. La devolución nunca tuvo lugar, pero también ayudó que Juan Carlos de Borbón y el pseudopríncipe Zourab Tchokotoua intercedieran con habilidad entre bambalinas.

Si se acepta la vigencia de la defensa de ruptura, ¿en qué consiste la antirruptura o continuidad? Muy sencillo, en el abogado que encara el juicio del Túnel de Sóller en el TSJ al grito de "mi defensa se basa en que este juez esté en el tribunal". Es decir, la estrategia en vez de la demolición. La voladura de las reglas se produce siempre a la desesperada, es una solución excéntrica frente a la austeridad de los estrados. En ocasiones, el defensor está convencido de que posee la clave para decantar el proceso hacia sus intereses sin despeinarse. Literalmente, cuando se trata de un abogado con flequillo como Luis Rodríguez Ramos, aunque nadie tildaría de rupturista a un respetable catedrático de Derecho Penal.

Sin embargo, Rodríguez Ramos se personó en el juicio del caso Calvià, el primer proceso de corrupción moderna en Mallorca con sentencia condenatoria, empuñando una bomba. El profesor venía de anular triunfal las escuchas del caso Naseiro. En las cuestiones previas de la Audiencia de Palma, exigió con el mismo protocolo que el proceso acabara antes de iniciarse, porque las grabaciones del concejal semisocialista José Miguel Campos al abogado Miguel Deyá, que pretendía torcer su voto a favor del PP, se habían producido sin conocimiento del segundo. El tribunal presidido por Guillem Vidal se retiró a deliberar, y retornó muy pronto con la orden de que el juicio debía continuar. Y ante la palidez del defensor, se ordenó que las cintas fueran reproducidas por megafonía. No se necesitaba mucho más para una condena avalada por el Supremo. La Audiencia dictó una sentencia de ruptura contra el precedente anulatorio.

Todavía sin cicatrizar el caso Infanta, está claro que el abogado González Peeters batió en la Escuela de Administración Pública de Palma el récord mundial de defensa de ruptura, para proteger los intereses de Diego Torres. Durante casi un año, no desperdició la oportunidad de sacar de quicio al tribunal. En la instrucción, una de cada dos de sus frases insertaba a distintos miembros de la Familia Real en las andanzas de Urdangarin. Es difícil calibrar si su rupturismo provocador tuvo éxito o empeoró las perspectivas de su cliente. Puestos a comparar, el romance y boda de la presidenta del tribunal y ponente con el mejor amigo de Torres, una relación consolidada durante la redacción de la sentencia, supera en densidad melodramática a las dudas aventadas por Cursach sobre la parcialidad de sus juzgadores.

Desde las vecindades del sarcasmo, se alegará que el fiscal Pedro Horrach también llevó a cabo una defensa de ruptura de Cristina de Borbón, "se sienta en el banquillo por ser Infanta". Sin embargo, le ganó en radicalidad la representante de la Abogacía del Estado, con su pegadizo lema "Hacienda no somos todos". Vergès no lo hubiera mejorado.

En ocasiones, la ruptura consiste en arrastrar el proceso un paso más allá de sus márgenes habituales, en pugnar por la matrícula de honor. Así ocurrió en el juicio en que Kikín March, por entonces celebridad de impecable pedigrí, solicitaba una indemnización por accidente de tráfico en un pleito entre dos aseguradoras. La empresaria llegó al juzgado cojeando visiblemente, mostrando las secuelas del percance que había sufrido. Para su desgracia, el abogado Juan Buades pidió que se trajera un reproductor de vídeo a la sala, para mostrar unas imágenes captadas de la lesionada durante un recorrido urbano, donde su movilidad física no se mostraba mermada. Fue un juicio de impacto, por superar la norma consuetudinaria. El abogado rival pertenecía a la ilustre saga de los Vidal. Fumando un pitillo en un receso, formuló la réplica mallorquina a quienes se exceden en la laboriosidad rupturista. "No nos pagan para esto". Se refería a los gigantes de los seguros.

Cuanto más importante sea la causa, mayor probabilidad tiene de verse torpedeada por una defensa de ruptura. José Castro las padeció de todos los colores, a punto de ser descuartizado y con el vértice más operático en la célebre portada publicada hace cuatro años por ABC. El juez tomaba un café con Virginia López Negrete, abogada de la acusación popular de Manos Limpias. Por supuesto, el magistrado mallorquín de teflón se desembarazó con su blindaje habitual de una andanada que hubiera hecho tambalearse a un profesional menos curtido.

Los gobernantes no se fían de sus abogados ni para ejercer la defensa de ruptura. Han sido campeones en el arte de tomarse la justicia por su mano. Ahí está por ejemplo Maria Antònia Munar personándose en la Audiencia días antes de su juicio por corrupción, y demandando ser recibida por el magistrado Diego Gómez Reino que iba a presidir el tribunal y a condenarla. Genio y figura, desde su dominante "he venido a explicarle al juez".

Jaume Matas también creyó ser el mejor abogado de sí mismo, al ponerse en manos de Jordi Évole y agravar su situación en el caso Infanta. Sobre todo, ejerció en persona la defensa de ruptura cuando todavía era ministro de Medio Ambiente de Aznar. Un viernes por la noche, asaltó literalmente a Antonio de Vicente Tutor, a la sazón fiscal jefe de Balears, en el supermercado de El Corte Inglés de las Avenidas. Entre reproches, el miembro del gabinete quería demostrarle en persona, al estupefacto representante del ministerio público, su inocencia en Bitel y en Operación Mapau. La vehemencia ministerial impactó en el acusador que había comparado el caso Calvià con el Watergate, pero no torció la firme voluntad de imputar. Otros tendrían que rescatar al primer Matas, y lo llevan sobre su conciencia.

Ver a todo un Colegio de Abogados embarcado en la algarada de una defensa de ruptura fue una obra coral subyugante, que demuestra el pertinaz arraigo del género en Mallorca. Con el beligerante Bartomeu Sitjar al frente, los letrados se oponían en los años noventa a que el Tribunal Superior indagara en el origen de sus minutas. El levantamiento se produjo con motivo del caso Calvià II, que el magistrado Javier Muñoz dejó en suspenso al dictar que tanto era posible que Cañellas conociera los manejos de sus subordinados del PP como que fuera ajeno a la trama. La declaración de guerra de los letrados se trasladó a la prensa. Era la enésima prueba de que la defensa de ruptura no empezó con Cursach, a falta de saber si acabará con él.

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