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Opinión

Libres (o no)

Libres (o no)

Que el reino de España es incapaz de manejar con un mínimo de sensibilidad y compromiso cívico el problema de los inmigrantes que llegan de la mano de la desesperación es algo innegable. Sólo un mísero 11% de los más de 17.000 refugiados que nuestro país se comprometió a acoger este año han recibido asilo. Y estamos hablando de unas personas sometidas a persecuciones de todo tipo que los valores de la Unión Europea se supone que se vanaglorian en amparar. Pero como el mal de todos es el mejor consuelo para los estúpidos, podemos sentirnos tranquilos: tampoco Europa en su conjunto cumple con sus compromisos.

De los inmigrantes ilegales, los que buscan el paraíso terrenal poniendo en riesgo sus vidas a merced de las mafias que les facilitan (es un decir) la travesía desde las costas africanas en patera, mejor no hablar. Pero hay que hacerlo; hay que hablar de eso porque es noticia que, después de ser detenidos o, en ocasiones, salvados de la catástrofe, luego de que se les lean sus derechos —que ironía— varias veces y se les traslade hasta Barcelona o Valencia, las dos terceras partes quedan en libertad a causa de la saturación de los Centros de Internamiento de Extranjeros, lugar en el que les hacina en espera del momento de su expulsión.

Y vuelta a empezar. Porque quienes son devueltos a África volverán en algunos casos a emprender el viaje tremendo y, si no son ellos, lo harán otros. Al final es cuestión de cifras: diez veces más, a ojo de buen cubero, son las pateras y los inmigrantes clandestinos que han llegado a esta isla este año comparándolo con el pasado. Pero tras los números están las personas. No todos los inmigrantes que vienen pertenecen a la misma clase social. Los hay que, con comparación, nadan en la abundancia: contratan viajes más seguros y cuentan con algunos ahorros para comenzar la vida en Europa. Otros no; se trata de las gentes que no tienen nada y que, con suerte, caerán en manos de otras mafias, las que explotan el trabajo del top manta. En ese oficio de subsistencia serán perseguidos con saña por las ordenanzas municipales porque ya se sabe que hacen daño a las grandes marcas de ropa, de joyería o de entretenimiento. Y eso no se puede tolerar.

Dos de cada tres inmigrantes ilegales, ya digo, quedan libres pero por supuesto sin ningún documento, ni otra asistencia que la que les pueda brindar la caridad. En tales condiciones, desconociendo en un primer momento el idioma y, en la mayoría de los casos, sin nadie a quien acudir, prefieren con mucho eso que la vida de la que huyen. ¿Será demagogia decir que debería ser una obligación constitucional la de pensar en otra forma de manejo del drama de los inmigrantes en su conjunto? ¿Que, si no se les pueda expulsar, habría que darles al menos una oportunidad para rehacer su vida en estas tierras a las que han llegado? Pero, claro es, de inmediato saltan las alarmas ante lo que se denomina efecto llamada: trata bien a los inmigrantes y es seguro que se multiplicará el número de quienes emprenden el viaje. La paradoja neoliberal de pensadores como Nozick, quien sostiene que todo el mundo tiene derecho a vivir en la sociedad que le gusta —refiriéndose, como no, al derecho a no pagar impuestos—, se vuelve contraejemplo trágico cuando quieres vivir allí donde no admiten a personas como tú.

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