Renzo Saporetti, restaurador de arte italiano de 60 años, denuncia haber trabajado durante ocho meses en la reforma de una casa de Bunyola "en condiciones de semiesclavitud". Reclama a su antiguo empleador, S. M., 35.000 euros por las horas no retribuidas mientras prestó sus servicios en la localidad mallorquina y en Barcelona, donde ambos iniciaron su relación laboral.

"Tuve que hacer de arquitecto, de albañil, de ingeniero y de restaurador. Me despojó de mi condición de ser humano. Fue tanta la carga de trabajo que aún hoy arrastro graves problemas físicos", relata Saporetti, confiado en que su presunto explotador le resarza económica y "moralmente".

El italiano trabajó en el número 5 de la calle Recó de Bunyola entre julio de 2016 y marzo de este año, en una casa antigua y casi en ruinas que S. M. había comprado para rehabilitar. "Iba allí todos los días menos el domingo a cambio de 800 euros al mes. Mis jornadas duraban entre nueve y diez horas. Me pasaba allí todo el día, por supuesto sin contrato ni ningún documento que reflejara mi existencia. Y todo a cambio de un sueldo mísero que me daba en un sobre", cuenta Saporetti.

Situación insostenible

Técnicamente, el responsable de la empresa que le 'contrataba', abonaba una mensualidad de 1.500 euros a su único trabajador. Sin embargo, de esa cantidad le retenía todos los meses parte de una deuda que el italiano había contraído con él en el pasado, y el importe del alquiler de una pequeña casa que no tenía ni las mínimas condiciones de habitabilidad.

"Los primeros meses en Bunyola viví en una casa que me encontró cerca del trabajo. No tenía ni agua, ni electricidad, así que para tener agua caliente un vecino acercaba su manguera hasta mi casa y llenaba un cubo. Lo dejaba toda la mañana en la terraza para que le diera el sol y así cuando llegaba de la obra podía lavarme con agua caliente", explica el restaurador. "Para cocinar tenía uno de esos hornillos de camping que funcionan con gas", subraya.

La situación llegó a ser insostenible para el italiano, que después de jornadas interminables en la obra no tenía ni agua caliente ni electricidad. Finalmente, consiguió que el empresario le alquilara una habitación en su propia casa, también en Bunyola. Por entonces la situación empezó a ser insostenible.

"Él no quería hablar de nada. Ni de dinero, ni de cómo iba la obra. Le insistía en que había numerosos defectos que había que solucionar, pero solo le importaba acabar lo antes posible para vender la casa y recuperar su inversión", recuerda Saporetti.

"Falta de sensibilidad"

"Pese a todos los abusos que sufrí, lo peor de aquello fue cuando murió mi hermano el pasado octubre. Stephan se había ido a África de Safari y cuando volvió le dije lo mal que estaba por aquella pérdida y por no haber podido ir a su funeral. Ni me contestó. Echó una ojeada a la casa y me reprochó que una de las habitaciones no estuviera acabada. Nunca le perdonaré aquella absoluta falta de sensibilidad", sentencia el italiano. "Me sentía como un limón exprimido. Le insistía en que me diera de alta en la Seguridad Social, pero siempre se negaba", rememora.

En enero se produjo un punto de inflexión. "Me dijo que si quería seguir cobrando, que me tenía que dar de alta como autónomo. Aquello era un desastre porque significaba cobrar todavía menos. Lo hice, pero un día después llamé a Inspección de Trabajo para que vinieran a hacer un informe", afirma Saporetti.

La inspectora se personó en la casa de Bunyola en marzo y le recomendó que dadas las circunstancias abandonara el trabajo y se diera de baja. "Así lo hice, pero no me pagó el último mes", lamenta el italiano. Fue el final de una relación que había empezado en 2015, cuando su empleador le propuso reformar una casa que acababa de comprar en el Eixample de Barcelona. "Entonces fue peor incluso. Trabajaba de lunes a lunes y la jornada se alargaba más de diez horas. Sin descansos, ni contrato. Y cobrando mil euros. Me prometió que me compensaría económicamente cuando vendiera el piso, pero nunca lo hizo", relata.

De aquella época aún arrastra una "parestesia", según un informe médico, que le impide mover el brazo derecho con normalidad.

El italiano explica las razones por las que, pese a aquella experiencia en Barcelona, continuó trabajando para su explotador en Bunyola. "Tenía la esperanza de que cumpliera sus promesas de pagarme un sueldo digno. Hasta que perdí la fe", dice arrepentido.