El proceso catalán ha entrado en una escala de grises que parece molestar a mucha gente. A los que siguen una lógica de vencedores y vencidos y la aplican a todos los aspectos de la vida. A los que el martes tenían preparado el titular incendiario y tuvieron que sustituirlo por un engorroso ´sí, pero no´. Y a los que llevaban defendiendo la teoría -fraguada en decenas de conversaciones de bar- de que esto era un golpe.
La presunta declaración de independencia de Puigdemont fue respondida ayer por una presunta aplicación del artículo 155. Hay muy pocas certezas, pero durante unas horas la sutileza ha dado paso a las porras para fastidio de los que habitan en la trinchera y esperan resolver el problema a banderazos.
A Rajoy hay que concederle un acierto: ser fiel a sí mismo. No hacer nada, no decir nada y no tratar de entender nada. Una actitud de mínimos que al menos ha servido para no subir la temperatura. No durará mucho. Acabarán triunfando los que desafinan con el ´a por ellos´, Pablo Casado y todos los que piden "actuar sin complejos" en Cataluña. Quieren un escarmiento.
Lástima porque el guión del ´procés´ -no ´prusés´, apelativo que retrata a los alérgicos a la diversidad- está siendo rico en giros y matices. Como cuando Carme Forcadell aprovechó que una audiencia planetaria estaba pendiente de lo que sucedía en el Parlament para condenar la violencia machista. Una prueba más del desarrollado sentido de la escena que tienen los catalanes, imprescindible si quieres colar un conflicto doméstico en la agenda internacional.
Nunca hubo tantas y tan estériles apelaciones al diálogo; algunas sinceras, la mayoría impostadas. La estrategia de la Generalitat pasa por esperar el error de Rajoy y mantener movilizado al independentismo. Difícil equilibrio. El martes muchos despertaron del sueño. Y Rajoy sabe que para no cometer errores tiene que hacer lo que más le gusta: nada.
