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Opinión

Un nuevo obispo para afrontar la crisis eclesial

Más allá de la aparente popularidad del papa Francisco, la Iglesia católica se dirige acelerada hacia una evidente marginalidad. Se trata de la metáfora bíblica del pequeño rebaño. Si el Concilio Vaticano II anhelaba un cristianismo abierto, plural y en comunión con la modernidad, la evolución posterior del catolicismo revela los signos alarmantes de una anemia generalizada. Al menos en Europa -y seguramente en todo Occidente-, el marco intelectual que define el cristianismo dista de ser mayoritario. Y, de hecho, ni siquiera resulta operativo como herramienta de debate político en el actual contexto social. Las nuevas batallas culturales se libran hoy en el campo de la identidad y de las emociones -de la doctrina de género a los pujantes nacionalismos, de la puesta en duda de la democracia parlamentaria a la manipulación genética- y no en el espacio histórico de la esperanza mesiánica. Las rebajas dogmáticas que propugna el papa Bergoglio, cuyos rasgos políticos (herencia directa del pensamiento de Juan Carlos Scannone y de la sentimentalidad propia de su juventud) son patentes, nos ilustran el profundo cambio de dirección emprendido durante este pontificado. Si Benedicto XVI apelaba a las minorías creativas -lo cual no deja de ser un gesto de realismo-, Francisco aspira a una Iglesia secularmente activa y sociológicamente numerosa, con fines de redención social. Los resultados se verán con el tiempo. El futuro de la Iglesia, de todos modos, no parece que pertenezca ni a una Europa envejecida y secularizada ni a una Hispanoamérica que oscila entre el transvase masivo al protestantismo y el laicismo creciente de sus elites. Sólo África y Asia, aunque por motivos distintos, ofrecen una tendencia distinta.

Si la crisis sociológica del catolicismo resulta evidente en la Iglesia, en Mallorca esta se ha significado además por toda una serie de problemas adicionales: un clero muy envejecido y dividido internamente, sin recambios suficientes, por ejemplo; o un seminario menguado y ya sin poder de convocatoria, que subraya el desplome en las vocaciones. Los anteriores escándalos episcopales, unidos a algunas polémicas patrimoniales -como el caso del convento palmesano de las Jerónimas- dibujan un panorama poco halagüeño para los feligreses de la isla que, sin embargo, ha recibido con lógica satisfacción la noticia del nombramiento de un sacerdote mallorquín, Mn. Antoni Vadell, como nuevo obispo auxiliar de la diócesis de Barcelona.

Su designación, cabe pensar que solicitada expresamente por el cardenal Omella, se enmarca en este contexto de crisis general de la Iglesia, tan acentuada en Cataluña como en Mallorca. O incluso más en Barcelona. Vadell es un experto catequista que ha trabajado en el desarrollo de las unidades pastorales, una fórmula de mancomunidad parroquial orientada a cubrir las necesidades de los feligreses en un tiempo de carestía sacerdotal. En el fondo, se trata de luchar contra el riesgo del aislamiento, tanto para el religioso como para los fieles, y de reforzar el sentimiento de comunidad, muy en línea con la lectura sociologista del papa actual. Hombre de perfil moderado y dialogante, el nombramiento de Vadell quizás apunte hacia encargos de más envergadura en un futuro no muy lejano, como tal vez la titularidad de la sede mallorquina dentro de unos años. Es pronto para saberlo y resulta un punto frívolo plantear hipótesis al respecto. Con la marcha a Barcelona del joven sacerdote de Llucmajor, la diócesis pierde una de sus "esperanzas blancas", mientras seguimos a la expectativa del nuevo obispo. Ya se sabe que los tiempos de Roma suelen responder a una lentitud geológica.

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