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La fiesta en paz

Economía cutre para mallorquines

Los alquileres están por las nubes porque en la isla hay ahora mismo mucho dinero que ganar. Muñirán la isla y el día que la vaca no dé más leche, irán a por otra

Cada día abrirá la puerta con mil euros de déficit. M. Mielniezuk

¿Con qué se encuentra quien camina por la avenida Ermou, la vía comercial más importante de Atenas? Con un Zara. ¿Qué marca repite más que el ajo en las londinenses Regent Street y Oxford Street? Zara, con su media docena de tiendas. ¿Qué rótulo luce en las inmediaciones de la reconstruida iglesia del Kaiser Wilhelm en Berlín? El de Zara, por supuesto.

¿Quién ha ocupado la antaño emblemática cafetería Miami del Born palmesano, el lugar donde George Bernanos escribía su alegato antifascista Les grands cimetières sous la Lune rodeado de falangistas? Zara, claro. ¿Quién sustituyó al emblemático restaurante Can Tomeu, en el que según Josep Pla, se servían las mejores faves tendres de la ciudad? No, en este caso no fue Zara, sino McDonalds.

¿Quién se aposentará en el local de otro vecino del Born, el café Lírico? ¿Quién se hará con la esquina de la plaza de España que, casi con toda seguridad, abandonará el bar Cristal?

Palma camina a marchas forzadas hacia la uniformidad mundial. La implacable maquinaria internacional sustituye el comercio local por una repetición hasta el hartazgo de los mismos logos. Encontramos idénticas marcas en Moscú, en Madrid o en Nueva York. ¿Qué buscamos entonces cuando viajamos? ¿Lo que tenemos en casa o un mundo diferente?

Las marcas locales claudican ante el avance de las multinacionales, dispuestas a hacerse con los mejores locales de la ciudad. Arrebatan a las ciudades su carácter y su alma. Anulan una imagen diferenciada para que sea un calco de la de cualquier otra urbe desarrollada. Eso por no hablar del emporio chino dedicado a la venta de productos de baja calidad -¡qué lejos quedan los tiempos en que lo chino era signo de prestigio!- a cambio de un precio aún más reducido.

En Palma cada vez resultará más difícil comer un llonguet con sobrasada, un helado de ametlla o un cocarroi. Lo fácil será consumir la horrible limonada del Starbucks -aún me pregunto qué diablos contenía aquel vaso que medio bebí en las inmediaciones de la catedral londinense de San Pablo-.

Si tenemos hambre constituirá un acto heroico trasladarse hasta el Fornet de la Soca de la calle Sant Jaume para comer un pasteló de berenjena y manzana o una panada de alcachofa. Lo sencillo será echar mano de la primera hamburguesería que esté a mano, el kebab de carne congelada o los sandwiches insípidos envasados que comienzan a dispensarse a través de máquinas tragaperras instaladas en las esquinas palmesanas. Nos mirarán raro si preferimos una llagosta de truita del bar Bosch a una salchicha de medio metro con mostaza y salsa de tomate. Eso suponiendo que el Bosch no haya sucumbido al acoso de las multinacionales dispuestas a rendir una de las últimas aldeas galas -perdón, mallorquinas- de los alrededores del Born.

Pero este no es un artículo sentimentaloide, sino de economía. Los precios de los alquileres residenciales han subido un 34% en un año. Se asegura que quien se haga con el Cristal abonará entre 25.000 y 30.000 euros mensuales a los propietarios del local. Es decir, quien conquiste la codiciada esquina, levantará cada día la barrera metálica sabiendo que los primeros mil euros de caja no van a su bolsillo. Ni los 500 siguientes. Ni, probablemente, otros 500.

Si dentro de pocos años el negocio no rinde, la multinacional echará cuentas. Un contable informará de que se ha perdido un millón de euros, por supuesto compensado por las ganancias en el resto del mundo, y el jefe decidirá echar el cierre.

Probablemente si el explotador fuese Mestre Tomeu o Mestre Toni, sabría que no puede, pagar tanto. Pero mantendría el negocio en tiempos convulsos porque en ello le va su supervivencia y, quizás la de otra generación de la familia.

Mallorca es un gran negocio, pero no necesariamente para los mallorquines. El día que deje de rendir pingües beneficios, los inversores de fuera se irán y quienes permanezcamos aquí quedaremos con el culo al aire.

Puede parecer economía de andar por casa y escasamente académica, pero es real como la vida misma.

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