La victoria de Pedro Sánchez en las primarias del PSOE supone todo un golpe al aparato del partido, especialmente a toda una serie de barones territoriales que habían optado por la defenestración de su exsecretario general y el ascenso de Susana Díaz. No ha sido el caso de Francina Armengol, quién dudó de las posibilidades de Pedro Sánchez hasta que vio el número de avales que conseguía este y rápidamente optó por cambiar de bando, porque no le quedaba otro remedio. Se lo exigían sus bases, sus militantes en las islas, irritados con la abstención que hizo presidente a Rajoy, algo que algunos socialistas nunca le perdonarán a la gestora y a los que se hicieron con el poder en Ferraz. A Armengol, además, no le quedaba ningún puente para acercarse a las posiciones de la andaluza, devenida en una defensora acérrima de las políticas contrarias a las que defiende la dirigente balear, partidaria de una formación que tenga una sensibilidad mayor por un modelo de Estado plurinacional y que no lo fía todo a una España fuerte y unida.
Lo que le espera ahora al PSOE y a Pedro Sánchez nos es precisamente un camino de rosas sino todo lo contrario. Hay que ver cómo se cose un partido que ha salido dividido, cómo se toma el poder en los órganos decisorios sin aparentar que se ha arrasado con el adversario, pero también sin conceder ninguna dádiva a los traidores a uno.
El socialismo español está tocado de muerte, pero Sánchez es seguramente una opción que puede frenar la destrucción del PSOE si, además de seducir a los militantes de su partido como ha hecho en las primarias, es capaz de recuperar el voto urbano y el de esos jóvenes de izquierda que se han ido a Podemos.
Las mayorías absolutas del PSOE han pasado a la historia y a Sánchez, para gobernar, no le va a quedar otra que saber pactar. Armengol tal vez le puede enseñar cómo hacerlo.
