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Opinión

Ancianos

Cuando uno es joven, se cree inmortal. Tendría yo trece años cuando mi padre me dijo que le acompañase hasta Cannes a ver a Picasso. Era verano y preferí quedarme en Mallorca para ir a la playa. De todas formas ya habría otras ocasiones ¿no? Los veranos interminables, con sus meses de vacaciones, llegan año tras año. Así es y así será para siempre.

El colofón de la historia es fácil de adivinar: nunca tuve una segunda oportunidad y, por culpa de mi mala cabeza, me quedé sin conocer al genio más excelso del arte del siglo XX. Crecí muy deprisa, me fui de la isla y aquellos veranos infinitos se esfumaron.

Descubrir que el tiempo existe y es, encima, irrecuperable supone una lección amarga de la vida. Más aún cuando los avances en la medicina, en la alimentación y en la higiene han llevado a cabo que, si no inmortales, seamos cada vez más longevos. Mis alumnos de las clases de evolución humana, en tiempos, se asombraban al contarles que un neandertal tenía una esperanza de vida en promedio de apenas treinta años: a esa edad eran ya ancianos. A los humanos modernos, nosotros mismos, nos sucede algo parecido. Hasta hace cosa de un siglo era común vivir menos de cuarenta años pero en el año 2009 las mujeres españolas alcanzaban en términos estadísticos casi ochenta y cinco años (seis o siete menos los hombres).

El resultado de esa prolongación de la vida tiene un sabor agridulce. Está bien vivir hasta una edad tan longeva, siempre que las dolencias seniles, en particular las mentales como el Alzheimer, no nos atrapen, pero ¿qué hacemos con los ancianos en un mundo que rinde culto a la juventud?

Este diario aborda hoy uno de los problemas a los que lleva la longevidad. Cada vez hay más ancianos en Mallorca, hasta el punto de que quienes tienen ochenta o noventa años igualan ya el número de los niños de menos de dieciséis años. Muchas de esas personas mayores se encuentran solas y desatendidas. ¿Cómo nos ocupamos de ellas? Hacerles un homenaje de vez en cuando está bien pero no basta ni por asomo. Por más que a quienes sean jóvenes no les preocupe gran cosa el problema, e incluso puedan ver con espanto la perspectiva de meterse en una residencia de ancianos llegado el momento, ésa puede llegar a ser la única solución para quienes carecen de otras alternativas de vida. Con la particularidad de que las residencias de mayores actuales que hay en Mallorca cuentan con la mitad de plazas que en el resto de España.

Acoger a los ancianos en una residencia supone atacar el problema en sus consecuencias últimas; el síntoma viene, no obstante, de lejos. Tiene que ver con lo mal resuelto que está en nuestras muy civilizadas sociedades el proceso de envejecimiento, comenzando por una jubilación que resulta cada vez más anticipada —en especial en sectores como la Banca— a la vez que la vida se alarga. Al despilfarro colectivo de recursos humanos se une la tragedia de perder el propio sentido de lo que uno hace, salvo que busque alternativas al antiguo trabajo. Los ancianos varones de la etnia masai africana, cuando se sienten inútiles, salen de la aldea para pasar su última noche en la sabana a merced de las fieras. No ven el siguiente amanecer. Pues bien ¿estamos seguros de que nuestro sistema es más humano?

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