Cursach odia los focos, los flashes, cualquier publicidad y atención mediática sobre su persona. Ha levantado su imperio con esa norma por bandera, trabajando en la sombra, buscando siempre el segundo plano, rechazando cualquier protagonismo, salvo en los once meses en que se dejó convencer por Mateo Alemany y Ramón Rosselló para presidir el Real Mallorca. Y muy pronto se dio cuenta del error.
Quienes han accedido alguna vez a su entorno lo definen como un coloso de personalidad arrolladora, como un seductor al que a menudo le gusta reivindicar sus orígenes humildes, que se llama a sí mismo "discotequero" sin el menor rubor.
El hombre que ha pasado tres días en los calabozos de la Policía Nacional y hoy prestará declaración ante el juez Penalva y el fiscal Subirán es un empresario que todo lo cuantifica casi de forma obsesiva, un hombre muy exigente con sus colaboradores, que dirige con mano de hierro, pero que a la vez es capaz de premiar su trabajo y lealtad con acciones fuera de la común, con gestos que sobrepasan ampliamente lo que puede esperarse en una relación profesional entre un trabajador y una empresa.
Cursach es a la vez la cabeza visible de un círculo muy estrecho de personas que le guardan fidelidad absoluta, sin fisuras. Con ellos comparte trabajo, amistad, comidas en su casa de Puntiró e incluso una serie de códigos de lenguaje y conducta indescifrables para quien es ajeno a ese entorno. Sólo él decide quién entra y sale de ese pequeño círculo, quién es admitido y quién sufre la humillación ante el resto del grupo de ser desterrado sin posibilidad de retorno, que de todo ha habido hasta el momento, aunque con anterioridad a ese expulsado lo hubiera considerado el empresario como un hijo propio.
