El estallido de la burbuja inmobiliaria tuvo unos efectos catastróficos para la economía que todavía arrastramos: hundimiento del sector de la construcción, rescate y fusión de cajas de ahorro quebradas, entre ellas Sa Nostra, y un aumento exponencial de los desahucios que laminaron a la clase media y cuyos efectos alcanzaron a todas las capas de la población. No nos hemos recuperado del todo de la gran recesión y la economía especulativa galopa de nuevo entre nosotros, desbocada en un campo amplísimo, desregulado y con agentes operando en él que ni siquiera es posible localizar físicamente en un territorio, porque se mueven en el universo de internet al margen de fronteras y leyes estatales y autonómicas.
El alquiler vacacionalera ayer una graciosa alternativa al tradicional alojamiento hotelero y una alternativa de familias y particulares para aumentar sus ingresos. Hoy, por su descomunal crecimiento, la falta de regulación y la parálisis de las administraciones, se ha convertido en una amenaza que deja sin alquileres a los residentes; se carga de un plumazo las planificaciones urbanísticas de las ciudades que tantos esfuerzos cuestan a los ayuntamientos y a los contribuyentes; impide a profesionales de otras provincias venir a trabajar a Balears; hunde las zonas turísticas en una masificación invivible incluso para los propios visitantes, y exprime los recursos naturales de esas mismas zonas turísticas hasta límites no recomendables.
El futuro no está escrito, pero sin la urgente regulación del alquiler vacacional se está alimentando de nuevo una burbuja cuyo estallido podría traer consecuencias nefastas y que en este momento todavía nadie se atreve a mesurar. Porque entre otras cosas, ni las propias patronales del alquiler turístico fueron capaces de imaginar hace solo tres años cuál sería el crecimiento del sector.
