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Isla al límite, Mallorca rompe sus costuras

Los atascos se disparan en carreteras y puerto. También en el aeropuerto con más retrasos. Falta agua, sobra humo. El paraíso muere de exceso y ahuyenta a sus turistas de hoy, los euros de mañana

Procesión de cruceristas en Palma B. Ramon

­No hay isla para todos. O ese es el sedimento que dejan los hechos. Son concluyentes y se resumen en una semana, esta misma, la del abarrote veraniego, que amaneció el lunes con una llamada de auxilio del comercio y las empresas de transporte, desbordadas más allá de sus ambiciones más ávidas: las mercancías que consume la isla han alcanzado tal volumen que las navieras no dan abasto, hasta el punto de que algunos pedidos comerciales guardan cola en los puertos de Barcelona y Valencia durante tres semanas, antes de embarcarse hacia una isla que empieza a romperse por sus costuras, desbordada de turistas y agobios.

Era solo el aviso del lunes. El martes Mallorca despertó con más luces rojas en su portada informativa, con la noticia de los cortes de agua en pueblos como Deià. A esta Mallorca del lleno se le vacían los embalses, que están al 44%, mínimo del siglo. Exceso que lucra, exceso que mata de sed. El miércoles la crónica del tsunami turístico recordaba un número, el que documenta las 2.010.520 almas que llegaron a convivir juntas el 10 de agosto del año pasado, un momento máximo que ya es historia: esta semana las estimaciones apuntan a que en Balears hay más de 2,1 millones de personas. Y eso es un turista por residente. Tantas vidas juntas que despojan a la isla de su esencia de templo del relax, el sol y la belleza. La playa tranquila devenida atasco de hora punta: el doble de gente que en invierno, pero en el mismo espacio irremediablemente finito de una isla.

Finito y al límite: el jueves lo denunciaban los ecologistas del GOB, que estallaban de indignación contra el Govern. ¿Qué pasaba? El vicepresident de Turismo, Biel Barceló (Més), había presentado una campaña para dar la bienvenida al "turismo sostenible", sin plantear al tiempo ni una medida que conduzca a lograr tan publicitado objetivo. Eso afeaba el GOB, que cree que no hay Mallorca para todos. Lo relataba el jueves este diario en una crónica, "los turistas espantan el turismo", en la que se desnudaba la mirada de los viajeros, usando la vieja receta de ponerse en su lugar.

Y su lugar apesta: ellos mismos cuentan que están hartos de ser a la vez carnaza de sacaperras y causa del colapso que les harta. Una paradoja viajera, vaya: los turistas no se soportan, y aseguran que no volverán. Jamás. Les prometieron un paraíso del descanso, y se ven atrapados en un infierno atestado, que viven como estafa.

Crisis de convivencia y de negocio

Así que el problema es de complejidad poliédrica. Afecta a un modelo de negocio en el que se vende lo que ya no se da. El debate social escarba ya más allá de las dificultades de los residentes para soportar con una masificación que les lleva a darse chapuzones veraniegos desde rocas escondidas, ahuyentados por una realidad asfixiante que les convierte en desertores de las playas más hermosas del Mediterráneo, las suyas, perdidas bajo las toallas del exceso de humanidad.

Que crece sin límite, como se observó el viernes, cuando la noticia era que el bombeo de turistas a borbotones continúa: el aeropuerto atenderá este fin de semana a 700.000 personas, mil vuelos diarios, una avalancha que ha puesto a los controladores aéreos a gritar auxilio. Otra vez. Y con el mismo éxito que antes, o sea, ninguno, a la espera de que pase algo grave. Que es lo que temen. Dicen que no dan para más, que el aeropuerto y su plan director contemplan un máximo de 66 vuelos a la hora y ya hay picos de 130, en los que llegan a poner a rodar aviones casi al tuntún por las pistas para hacer sitio en los fingers para nuevos aterrizajes. El éxito económico de los 26 millones de pasajeros de este verano degenera así en el colapso que describe a Son Sant Joan como la terminal con más retrasos, con un 41% de los vuelos más de quince minutos de demora.

Aeropuerto, pues, atascado. Desbordado. Al límite. Quizá incluso más allá de él, superada la frontera de la seguridad. La aglomeración incapacitante se repite en las carreteras, con los embotellamientos de ayer sábado y de hoy domingo, la versión aumentada de los que se viven a diario. En julio el tráfico de entrada a Palma ya había subido un 11%, aumento suave si se compara con lo que se observa cada hora de agosto, así en Palma, como en la Tramuntana, donde localidades como Deià han puesto semáforos rojos en las entradas para evitar que los coches atasquen el centro del pueblo.

En la isla de los 95.000 coches de alquiler (según denuncia la asociación de rent a car) falta aire y sobra humo. Del mismo modo que escasea el mar libre de barcos y sobra basura flotante: cada día las barcas de limpieza recogen 650 kilos en el mar, que está como la tierra, lleno de excrecencias. Saturado de humanidad. Por eso el tratamiento de residuos está al límite, como esas depuradoras condenadas a vertido por exceso de trabajo.

Es pura Ley de Newton, a toda acción le corresponde una reacción. Al lleno de negocios y cajas registradoras le contestan los agobios de los residentes y las quejas de unos turistas que vinieron para conocer el paraíso de la tranquilidad y en dos de cada tres casos prometen que no volverán.

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