No es posible imaginar un crecimiento más insostenible. Pero cada año, con gobiernos de derecha o de izquierda, conseguimos que la locura vaya un poco más allá.
En el esplendor de su temporada turística, la opulenta Mallorca se convierte en un consumidor insaciable que crece de manera exponencial hasta agotar los recursos y machacar el territorio. La saturación turística alimenta el modelo único de negocio, aunque cada año acabe con mayor celeridad con todas las previsiones razonables de abastecimiento. Y la sequía ha puesto este año la guinda, nos han dejado muertos de sed, en situación de alerta y con los recursos hídricos por los suelos. Pero que no falte el agua dulce a chorro en los campos de golf y las piscinas de los establecimientos turísticos, faltaría más, que cierren el grifo los ciudadanos concienciados, si queda alguno.
La saturación causa estragos en la torre de control de Son Sant, que sufre puntas de cien vuelos a la hora, cuarenta por encima de lo recomendable, o en las carreteras, por las que en julio y agosto circulan más de 60.000 coches de alquiler buscando una playa o un mirador en la pantalla de Google Maps. Está presente en el puerto de Palma, colapsado a diario desde marzo por la llegada de las mercancías necesarias para alimentar a toda la población o en la permanente suciedad de Palma y otras localidades turísticas, donde los servicios de limpieza no cuentan con recursos para hacer frente a tantos desperdicios en las calles. Los residuos que genera la insostenible Mallorca se nos escapan por vergonzantes colectores que dan al mar y obligan a cerrar playas llenas de bañistas y barcos o con lujosos beach clubes plantados en la costa, elevando vapores pestilentes sobre sus blanquísimas camas balinesas. La estacionalidad, vaya paradoja, salva a Mallorca de la autodestrucción, de un castigo irracional que nadie con la mínima visión de futuro se aplicaría a sí mismo. El paraíso, si por entonces queda algo, está en septiembre.
