Conocí a Bruno Morey una noche agosteña de 1974. El canónigo me había convocado a una cena en su finca de ca l´Abat, enclavada en Deià, en un paraje que reconcilia a cualquiera consigo mismo. Nos recibió a las pocas personas que aquella noche éramos sus invitados, vestido con unos ajustados shorts azul pálido y una camisa de seda a juego. Me habían advertido de que el personaje era alguien muy peculiar, un sacerdote, canónigo de la Seu, fuera de lo común. Se quedaron cortos: Bruno Morey desplegó sus notables dotes para pastorear unas relaciones sociales refinadas, propias de quien se habría sentido muy en su papel habitando, en el Renacimiento y revestido de la púrpura cardenalicia, un palazzo florentino, veneciano o romano, porque el canónigo Morey ha sido sin duda un clérigo de otro tiempo, trasplantado por azares del destino al impertinente y convulso siglo XX, en el que, por descontado, supo desenvolverse con destreza, sorteando -siempre con maestría- las dagas que amenzan a los clérigos incómodos en el seno de la Santa Madre Iglesia Católica, Aspotólica y Romana.

¿Quién ha sido Bruno Morey? Con 21 años (nació en 1915), cuando la Primera Guerra Mundial empezaba a causar estragos, al estallar la Guerra Civil se le podía ver en Valldemossa con la camisa azul de Falange y pistola al cinto. Entonces era seminarista, por lo que, contando con el preceptivo permiso del obispo, se enroló en el partido de los luceros para arengar a las chicas de Valldemossa, a fin de que contribuyeran a hacer de España una grande y libre.

Falsa visión

Después dijo haber tenido una "falsa visión" de lo que acaecía. Las suyas fueron credenciales impecables para hacer carrera en las Españas de las décadas posteriores: hijo de familia rica, sacerdote y camisa azul. No es de extrañar que, con poco más de 30 años, en plena posguerra, la patética, larga y calamitosa posguerra, obtuviera una canongía en la Seo. Tenía por delante una prometedora carrera eclesiástica, porque Bruno Morey, a su notable inteligencia, unió vasta cultura, la propia de un ilustrado, de quien, plenamente curado de sus veleidades juveniles, era un clérigo sin ningún apego hacia el nacionalcatolicismo impuesto a machamartillo en la España del general Franco.

La finura intelectual del canónigo Morey no cabía en los apretados corsés imperantes en la Iglesia española y mallorquina. Desde entonces fue un cura incómodo, al que nadie se atrevía a fulminar, tal vez porque había puesto a disposición de la Iglesia una considerable fortuna. Al menos eso decía al afirmar que fue heredero universal de una "tía madrina", herencia que entregó a la Iglesia, quedándose únicamente con ca l´Abat.

Siempre se reconoció como sacerdote. En las entrevistas que se le hacían, porque Bruno Morey era persona que gustaba de frecuentar los periódicos, aseguraba que había nacido sacerdote y que si mil veces renaciera, mil veces volvería a ser sacerdote. Era un cura que evolucionaba casi a la velocidad de la luz. Se había despojado por completo de los ropajes del nacionalcatolicismo. Ya en la década de los cincuenta, Bruno Morey era un presbítero que ansiaba cambios, cambios profundos en la Iglesia y en España. Los vería primero en Roma y paulatinamente en la Iglesia española. Llegó el Concilio Vaticano II, para el canónigo Morey mucho más que un recio viento capaz de entrar por las ventanas de la Iglesia, como quería el papa Roncalli, Juan XXIII.

Bruno Morey era cada vez más un sacerdote incómodo, un canónigo que desentonaba o daba la nota: casi nunca vistiendo sotana, siempre atildado y perfumado, luciendo una impecable peluca, un amante confeso de los males que su Iglesia execraba: el mundo y la carne, las tentaciones del demonio. Pero a Bruno Morey no le importaba.

Había hallado acomodo en la parroquia de Palmanova, desde la que podía desplegar sus magníficas homilías, dichas en el idioma adecuado a quienes acudían a escucharlo: inglés y castellano preferentemente. Bruno Morey estaba casi en la gloria, porque era libre. Cuando acudía a la catedral, para dar fe de su condición de canónigo, siempre se desataban en su contra intrigas y envidias.

En un universo tan cerrado, alguien como Morey indefectiblemente se creaba enemigos. No pudieron con él: le amparaban su cuna, fortuna e inteligencia. Se permitía decir lo que todavía nadie en la Iglesia de Mallorca osaba pronunciar en voz alta.

Concluida la dictadura franquista, al morir el general en su cama en 1975, Bruno Morey prosiguió con su heterodoxia, tal vez la acentuó, lo que le permitió afirmar que los que estaban hundiendo el cristianismo eran los propios cristianos, concretamente "los jefes" de los cristianos. Al frente de la diócesis mallorquina estaba el obispo Teodoro Úbeda, con quien Bruno Morey mantuvo una peculiar relación: el obispo apreciaba al canónigo, aunque le molestaba su atildamiento, la que consideraba excesiva afectación. En cierta ocasión le hizo bajar de su automóvil espetándole que no era capaz de soportar la fragancia de la colonia que generosamente ponía sobre su cuerpo.

El golpe

Su ancianidad, sobrellevada dignamente, sin abdicar de su personalidad y apetencias, ha estado marcada por el golpe que supuso la pérdida de ca l´Abat. Siempre permaneció en una cierta bruma cómo llegó a ser su propietario, pero se asegura que su pérdida, al confiar más de la cuenta en quien a la postre se hizo con ella, guarda ciertas similitudes con su adquisición. Sea como fuere, cuando moría el siglo XX, Bruno Morey tuvo que dejar ca l´Abat, marcharse para siempre, lo que anímicamente le hundió, pues el desenlace llegó después de sostener una dura batalla judicial.

Bruno Morey se rehizo, sorportó lo insoportable, porque sin ca l´Abat ya no era él: hasta tal punto se había mimetizado con la finca que despojado de ella notaba una carencia imposible de suplir. Siguió haciendo una vida social activa, exhibiendo, cuando la ocasión lo requería, su vasta cultura, su ingenio conversador, su más que notable inteligencia.

Poco a poco fue languideciendo, entró en la novena década de su existencia y en algunos de los breves artículos que remitía a los medios se hacía patente que se enfrentaba sin miedo al final. El hombre mundano daba paso al hombre que sabía que se adentraba raudo hacia el nudo gordiano que debería deshacer en la hora decisiva. Así ha llegado Bruno Morey, el canónigo Morey, a los 101 años, cuando ha rendido su vida. Alguien como él merece ser recordado, mucho más que muchos de sus conmilitones.