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Jorge Dezcallar

Las memorias del mallorquín que susurraba a los presidentes

En ´Valió la pena´, el embajador y superespía narra la vida más apasionante de un nativo de Mallorca desde Juan March

El historiador anglosajón que aspire a comprender la España contemporánea le dedicará algún día un tomo de quinientas páginas a Jorge Dezcallar, el último cardenal de La Moncloa y La Zarzuela. El diplomático y superespía se ha adelantado a los profesionales, condensando en otras quinientas páginas sus memorias en el papel del mallorquín que susurraba a los presidentes. "Me agradaría decir en estos recuerdos que ´confieso que me he divertido´, porque eso es exactamente lo que he hecho". Combina así el epígrafe memorialista de Neruda con la encomienda vitalista de Richard Feynman, el Nobel de Física que escandalizaba a sus colegas al reclamar la diversión, "I want to have fun", como meta existencial.

Solo hay un español que haya gozado de la confianza ciega de tres presidentes del Gobierno, y lógicamente tenía que ser mallorquín. Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero tuvieron en Dezcallar al abogado para sus causas imposibles. Cuando era embajador ante la Santa Sede, "me comentaron que veían en nuestro Gobierno un deseo de ´provocar´ con una ´política de enfrentamiento con la Iglesia´ y me preguntaron por qué nunca habían tenido conflictos con González y los tenían ocho años más tarde con Zapatero". Dicho y hecho, el diplomático sofocó las tensiones de La Moncloa con El Vaticano antes de obrar el mismo milagro ante una religión de mayor calado, la Casa Blanca.

Valió la pena es la sentencia del autor, pero se extiende a la valoración del lector. Dezcallar ha abierto las compuertas de confidencias que hasta hoy reservaba a las sobremesas en que sus recuerdos se adueñaban irremediablemente de la conversación. Ejecuta el memorialismo clásico de un civil servant británico, tras haber trazado la experiencia vital más apasionante de un mallorquín desde Juan March Ordinas. Con la posible excepción de Gabriel Escarrer. "El primer trabajo complicado que se me planteó en Estados Unidos fue el de poner mi grano de arena para que España participara en las reuniones del G-20". Objetivo cumplido.

Primera intromisión personal. Las memorias de Dezcallar deben complementarse con los recuerdos de quienes le vieron en acción. Por ejemplo, en el Foro Formentor que congregaba en la península mallorquina a líderes mundiales como Arafat, Peres, Erdogan, Soares, Mubarak, Bouteflika o Aznar. En aquellos momentos, el diplomático había ascendido a supremo del espionaje español, el primer civil al frente del CNI por voluntad del presidente del Gobierno. Se cumple el segundo mandato aznarista, una mayoría absoluta con tintes faraónicos.

En este clima de sumisión absoluta al líder máximo, Aznar desfila por el hotel mallorquín con la mirada altiva y al frente, sin distraerla para conceder una somera relevancia a ministros como Ana Palacio o Jaume Matas. Los ignora para enterarles de su nulo valor. De repente, emerge la voz del líder absoluto:

-Jorge, necesito hablar contigo.

Aznar no necesitaba, imponía, salvo con Dezcallar. Hacían un aparte, y el presidente del gobierno le recababa las últimas novedades sobre ETA a la vista de altos cargos ultrajados en su vanidad. Así se cimenta el rol legendario del diplomático mallorquín.

La soltura narrativa de Dezcallar no podrá impedir que los lectores impacientes abran el libro por las páginas del 11M, un estallido que sufrió como director del CNI. El capítulo titulado "Me ocultan información e intentan manipularme" recoge más de una década después el estupor de un campeón de la diplomacia que estaba habituado a las mezquindades de la alta política, pero no a que le pillaran desprevenido. Dos días después de la matanza de Atocha, "para mí, ese sábado fue muy triste porque me sentí engañado y manipulado ´por los míos´". Porque sin necesidad de barajar adscripciones, y pese a la estricta ambivalencia mallorquina del diplomático, no es un hombre de izquierdas.

Cary Grant se asombraba de que "todo el mundo quiere ser Cary Grant, incluso a mí me gustaría serlo". También Dezcallar ha hecho memoria desde la perspectiva de una peripecia tan real como inverosímil. Su transcurso junto a González, Aznar y Zapatero apuntaría en los clisés a un temperamento servil. Su dimisión al frente del CNI tras ser utilizado en el 11M define un carácter en las antípodas de la resignación. Por imperativo del cargo, el diplomático mallorquín se inclina, pero no se doblega. En esta distinción radica la clave de su éxito. Hoy ilumina casi sin sombras las mentiras del mayor atentado terrorista de Europa Occidental, porque "no me parece aceptable que desde la Presidencia del Gobierno se pretendiera que yo saliera a la palestra para defender ante la opinión pública una línea que ya sabían que no era la auténtica. Que dijera que el CNI seguía trabajando con la hipótesis de ETA, cuando ya tenían la certeza de que los autores eran otros. Eso no está bien y revela mala fe".

La autonomía no es la característica asociada más comúnmente a diplomáticos y espías. Dezcallar se permitió la libertad de opinión en cargos cenitales, y acentúa ese vicio en Valió la pena. Nadie ama por igual a todos sus presidentes, y el mallorquín comparte la adicción a González que define a tantos conservadores de su generación. Respetó a Aznar en cuanto descubrió que no era un mediocre, pese al chasco de la decepción en el momento de la tragedia del 11M. A Zapatero le corresponde el habitual papel de patito feo en esta relación. Un miembro de la carrera diplomática no puede mostrar admiración hacia una época en la que "nadie coordinaba la acción de Gobierno", porque "los ministros iban por libre, cada uno con sus ideas". Este ambiente anárquico dificultaba la labor balsámica del embajador ante la Santa Sede.

Segunda intromisión personal. Ha acabado la reunión cumbre del Foro Formentor, la enésima intentona de remendar un planeta averiado. Las aguas de los asistentes se abren ante el divino Aznar, como el Mar Rojo ante Moisés. Nadie se atrevería a perturbar a un presidente del Gobierno que busca de nuevo con la mirada a su cardenal Dezcallar. El mallorquín ni le presta atención, porque está bromeando de viva voz con Abel Matutes:

-Abel, he visto que has fondeado el yate en la bahía de Formentor para embarcar al presidente. Acércalo a la costa, que éste es de la meseta y no sabe nadar.

Conmoción de los presentes, Matutes palidece sin atreverse a sostener el tono irónico ante un jefe del espionaje que no se preocupa de quién pueda estar escuchando su desmitificación del providencialismo aznarista. A menudo, el estudioso de Dezcallar o de sus memorias se planteará quién trabajaba para quién, si Smiley para el Estado o el Estado para el concepto que el Smiley mallorquín albergaba de una democracia avanzada.

Desenfadado no es cachazudo ni campechano, por citar el adjetivo más frecuente en compañía de Juan Carlos de Borbón, que suspiraba para que Dezcallar se hiciera cargo de la desmantelada Casa del Rey. Sin éxito, demasiado tarde, podrían haberse evitado heridas todavía supurantes. El lector de Valió la pena es el mayor beneficiario de la desinhibición del autor. "En mi vida me he encontrado dos veces con Gadafi", que son dos veces más de las oportunidades al alcance de la mayoría de mortales. A continuación descarga el mazazo, al calificar al líder libio de "flipado". No es una licencia literaria, sino la destilación de décadas de observación del Norte de Africa y Oriente Medio. En su faceta de analista, ningún experto ha firmado un resumen más certero de la situación actual de Siria.

El Estado ha contado en innumerables ocasiones con Dezcallar, pero el diplomático lo cuenta ahora por primera vez. Descolló al pacificar las relaciones del Gobierno de González con el Marruecos de Hasán II, al que le unía algo muy parecido a una amistad. La relación se trasladaría a su hijo. Esta preeminencia permitió que el autor de Valió la pena influyera decisivamente en que la reconquista de Perejil no lesionara las posteriores relaciones hispanomarroquíes. Por ejemplo, instruyendo más que aconsejando que las tropas españolas abandonaran el islote una vez consumada su heroica misión. De lo contrario, se hubiera eternizado el conflicto.

Al margen del accidentado final de su mandato, Dezcallar también civilizó el espionaje español. Hay que situarse en el clima de la transición, con la preponderancia de los cuarteles en los servicios de inteligencia y el lastre sangriento del terrorismo etarra, para entender la importancia de que el CNI tuviera un director no militar. Y en el análisis de ETA descubrimos que al autor no le duelen prendas, al señalar los éxitos de quienes se obstinaron en maltratarle. "Estoy convencido de que la política global de ahogamiento de ETA, de no darle ni agua, diseñada por Aznar, ha sido decisiva para acabar con la banda terrorista". Diplomacia, que diría Kissinger.

En cuanto Zapatero no se levanta al paso de la bandera estadounidense en un desfile madrileño, adivinamos que ha nacido un problema a la altura de Dezcallar. Y en efecto, jugará un papel trascendente en Washington, tras la cuarentena para descontaminarse de su vínculo aznarista. La reinserción fue diseñada por González, eterno valedor.

Qué otro mallorquín puede o podrá presumir en el futuro de haber departido en el Despacho Oval con dos presidentes distintos. El deshielo empezó con un Bush más retorcido de lo que pretende su caricatura. En la segunda fase, el embajador español resolvió definitivamente ante Obama el aislamiento de Zapatero. Ergo, Dezcallar debe admirar singularmente al actual inquilino de la Casa Blanca. Al contrario, se muestra reticente ante su figura. El saludo fotográfico entre ambos muestra a dos personajes por encima de los cargos que les ha ordenado encarnar el destino o el azar.

Tercera intromisión personal: Dezcallar contempla el recuento de las elecciones norteamericanas de 2004 con Zapatero. Sentados cómodamente, repantigados, ante un televisor. Tal vez con las piernas encima de la mesa, al estilo texano de Aznar. Combaten Bush y el aspirante John Kerry. El optimismo antropológico del presidente del Gobierno español le obliga a pronosticar una victoria del candidato Demócrata, apoyado livianamente en la baraka que el leonés jura que acompaña a todas sus opciones. Contra los resultados, contra la mirada pletórica de sorna del mallorquín que le acompaña. La escena del Zapatero confiado en la victoria cuando está protagonizando un estrepitoso desmoronamiento, retrata su fulgor y ocaso con más exactitud que una biografía erudita.

Medio millar de páginas son apenas un resumen. Dezcallar reserva el epílogo a la decepción ante el actual Gobierno del PP, que lo despachó como un mueble vetusto, el tradicional jarrón chino. "Nadie me llamó, y es que se están perdiendo las formas hasta en Exteriores". Rajoy se lo pierde.

Para hablar de retiro, hay que comparar la trepidante carrera de Dezcallar con su infatigable descanso actual. Su ritmo alarmaría a un hiperactivo, aunque sobre el papel apunta a una despedida poética. "Y siempre Valldemossa y Lisboa. No se me ocurren mejores sitios para pasar estos años". Salvo que el Estado vuelva a reclamar a su Richelieu.

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