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La fiesta en paz

Políticos encantados de haberse conocido

Nadie debe olvidar que cuando alcanzamos la cima, el resto es una cuesta abajo. Descender pausada y serenamente o precipitarnos al vacío depende...

El Parlament, escenario de la política de siempre. parlament

Nadie debe olvidar que cuando alcanzamos la cima, el resto es una cuesta abajo. Descender pausada y serenamente o precipitarnos al vacío depende de nuestra entereza y de nuestras habilidades.

Esta digresión responde a la actitud que mantiene una parte de los políticos recién llegados al poder. En cuanto prometen su cargo con la coletilla de por imperativo legal, para salvar al mundo o porque se lo ordena su suegra se suben a un monte, echan una ojeada a sus dominios, respiran profundamente y sienten que todo ha cambiado. La ciudad ayer sucia hoy les parece limpia como una patena. El paro se está achicando. Los contratos precarios ya parecen inevitables en una sociedad volcada en los servicios y más vale eso que nada. Los otros eran unos oscurantistas, pero nosotros emanamos claridad como una bombilla de mil vatios porque hemos creado una conselleria, una concejalía o una empresa pública de transparencia. El sol luce como nunca y los pájaros cantan más alegres. ¡Permítanme que me carcajee!

El ejemplo más sorprendente que recuerdo de político encantado consigo mismo por su capacidad de obrar milagros es el de un conseller de Jaume Matas. Corría el año 2003 y el turismo balear estaba pagando las consecuencias de la incertidumbre mundial que causaron los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York. En su primera intervención pública proclamó urbi et orbi: "La crisis ha terminado". Ante el asombro de quienes le escuchaban explicó el porqué: "Era psicológica". Algunos nos preguntamos para qué diablos necesitamos economistas y por qué Argentina, el país con más psicólogos por habitante, ha sufrido algunas de las recesiones económicas más brutales de las últimas décadas, hasta el punto de trasladar una palabra en español corralito al diccionario mundial.

Señores políticos recién llegados, siento decepcionarles. Desde que ustedes alcanzaron el poder nada o casi nada ha cambiado aún. Salvo su puesto de trabajo. Palma, sin ir más lejos, está igual de sucia y la basura sigue acumulándose junto a los contenedores. Quien no tiene empleo continúa pasándolas tan canutas como antes de su advenimiento al poder. El contrato en precario sigue siendo una espada de Damocles sobre miles de trabajadores. La transparencia no se transmite por el mero hecho de evitar la corbata o acudir en camiseta y chanclas al Parlament. Sigue habiendo días azules y oscuros y hay aves que en lugar de piar graznan.

No es eso. Todo es más complejo en la política. Hay muchos más tonos de gris que blancos y negros absolutos. La nueva política porque sí no existe. Nuevo es un adjetivo manido por la publicidad para vender hasta el cambio de envase de un suavizante o la modificación de la tapicería de un coche. Se aplican algunas políticas distintas, no necesariamente novedosas, pero en esencia los cambios son mínimos.

La satisfacción por las jugarretas cortoplacistas que tanto han abundado estas semanas eran hasta ahora propias de políticos con el colmillo retorcido por muchos años de medrar en los despachos de la Administración o entre los escaños de las cámaras legislativas. Su objetivo era triunfar en batallitas, pero ni siquiera aspiraban a ganar la guerra. Ahora ya sabemos que los nuevos actúan como los viejos. Les gusta más un titular que toca las narices, que una reforma en profundidad. Disfrutan, como la casta, con el politiqueo, pero evitan mancharse las manos con la gestión. Podemos apunta maneras de la vieja política, cuando apenas nos ha mostrado la patita de la nueva.

Solo los maximalistas creen que con ellos todo funciona bien y que antes era un desastre absoluto. Solo quienes se creen poseedores de la verdad absoluta se dejan cegar por la luz que emana del cargo, capaz de crear un mundo de colores igual que un cristal descompone el arco iris. El único riesgo de tanta felicidad que brota del despacho oficial es que el maximalista tiende a despreciar a todos los demás. Y el desprecio al rival e incluso al partidario provoca pesadillas.

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