Leo un libro de largo título y escueto contenido: Compendio ilustrado y azaroso de todo lo que siempre quiso saber sobre la lengua castellana. En sus páginas descubro fobias y manías cuya existencia no hubiera imaginado ni en las más terribles pesadillas. Tras unos momentos de estupor y unos minutos de reflexión descubro que, por presencia o ausencia, explican muchas de las decisiones que se toman en este país y se pueden detectar en muchos de nuestros políticos.

La afenfosfobia es la aversión a ser tocado. Por eso Rajoy se manifiesta a través del plasma y evita el contacto con la calle. Por esta misma razón disfruta leyendo el Marca para reafirmar su madridismo con la misma esperanza que un comunista leía Mundo Obrero para grabar sus ideales a sangre y fuego. El contacto con un periodista podría producirle sarpullido y por eso lo rehuye más que una eliminatoria contra un equipo de Pep Guardiola.

La misma prevención puede aplicarse a la siguiente: la bromidrosifobia. Se trata de un rechazo al olor corporal ajeno -y también al propio- que induce a los políticos a alejarse del sentir de la calle, del aroma de las masas, para refugiarse en la Moncloa o en el Consolat de la Mar rodeados de fieles de fragancia familiar y cuyas opiniones aduladoras atemperan su desazón.

Nuestros políticos son cainófobos y cada mañana se despiertan con la esperanza de que el nuevo día no traiga novedades. Están convencidos de que en estos tiempos de crisis cada noticia será peor que la anterior y aspiran a una imposible estabilidad. Por esta misma razón son eufóbicos. La eufobia es el odio a recibir buenas noticias. Siempre piensan que una novedad positiva es la antesala de otra desastrosa. De lo que no pecan es de catisolofobia, que es la repulsión a sentarse, ni de courofobia, el rechazo patológico a los payasos. Les encanta sentarse en la silla de la presidencia, de la conselleria o, en su defecto, de la dirección general. De hecho es su razón de ser, la fuerza motriz de su carrera. Eso sí, aspiran a lograr sus objetivos siendo ergasiófobos -son los que sienten inquina hacia el trabajo- y fronemófobos -que podría resumirse en pereza mental o desgana de pensar-. Su ansiedad por alcanzar el poder, incluso cuando no están preparados o, si lo consideran necesario, a costa de desestabilizar un país, es la demostración palpable de su macofobia, que es la repugnancia a las largas esperas. Por cierto, respecto a la courofobia, a la que hemos aludido antes, a la mayoría les encanta hacer de o rodearse de payasos.

La eisoptofobia es una manía que sufren prácticamente todos. Es el pánico a verse reflejados en el espejo. La padecen porque cuando se miran en el del baño o en el del vestidor no reconocen al personaje que en campaña electoral embriagó al pueblo con la promesa de un paraíso con ríos de hidromiel y lo que le ha entregado son recortes y más impuestos. Entonces encuentra refugio en la mnemofobia, que es el rechazo a los recuerdos, a las promesas, a las palabras pronunciadas en campaña.

Sin embargo, si hay una fobia que une a prácticamente todos los políticos es la diquefobia, o aversión a la Justicia en el doble sentido de la palabra. Son reacios a apostar por la justicia social, aunque eso lo disimulan con estadísticas y jerga económica incomprensible para la inmensa mayoría de los ciudadanos. Y, sobre todo, son alérgicos a colaborar con la Justicia. Sea en Filesa, en los eres o en los GAL. Sea en el caso Bárcenas, en el Palma Arena o en el Túnel de Sóller. Sea en el caso Palau, en el Maquillaje o en el Camins. Ningún político colabora de buen grado. Es más no entienden ni entenderán nunca que un juez les moleste y se inmiscuya en la loable labor de los padres de la patria. De hecho, consideran que si han cometido algún pecadillo es por un bien mayor: su entrega a la nación.

Muchos ciudadanos creen que los problemas de la política española están relacionadas con las leyes vigentes o con la categoría intelectual o moral de los políticos. Se equivocan. La solución a nuestros problemas está en manos de los psiquiatras.L