La prueba del nueve de que la educación nunca ha estado entre las prioridades de los políticos de este país la hemos encontrado en la huelga que comenzó el pasado lunes. Si José Ramón Bauzá, Carlos Delgado -conseller de Educación numero uno-, Guillermo Estarellas -conseller número dos- y Juana María Camps -personaje secundario en toda esta historia- se hubieran creído lo de las autopistas de la enseñanza que ellos mismos proclamaron, jamás hubieran consentido que miles de alumnos de Balears perdieran una semana entera de clases. Hubieran negociado horas y horas, hasta la madrugada, hasta el agotamiento total, para encontrar una salida. Una solución en la que no hubiera vencedores ni vencidos, salvo que alguien crea que mayoría absoluta significa verdad absoluta.

Las negociaciones siempre han sido intensas en los grandes conflictos laborales que han azotado Balears en las últimas décadas. Cuando a mediados de los 80 las huelgas de estibadores portuarios amenazaban el abastecimiento del imprescindible papel higiénico -es un ejemplo- para las islas, Cañellas reunía a su alrededor a la flor y nata del empresariado para exigir una solución urgente, reclamaba ante Felipe González y el sursum corda para conseguir atajar el conflicto y que los estibadores -entonces una casta privilegiada- volvieran al trabajo.

En los años 2001 y 2002, una huelga del transporte discrecional amenazaba con causar molestias insoportables a los turistas que habían elegido Mallorca para disfrutar de sus vacaciones. La reprogramación de vuelos preparada por las agencias de viajes mayoristas y el la legión de taxis que prestaban servicio en el aeropuerto resultaban insuficientes para paliar la mala imagen que ofrecía Mallorca a sus principales clientes. En el Consolat de la Mar se celebraron reuniones maratonianas, con abundante consumo de café y tabaco, en busca de una salida a la huelga. Empresarios y sindicatos alcanzaron un acuerdo. Sin embargo, la asamblea de trabajadores, reunida en Son Sant Joan, amenazaba con echar por la borda el encaje de bolillos tejido durante horas. Entonces, en el momento más crítico, se escuchó la voz profunda y poderosa de Manuel Cámara, líder de CC OO en aquella época, quien con cuatro gritos y ocho tacos, domó a la masa hasta reconducirla por la senda del convenio pactado.

En nuestra memoria reciente está la militarización de los controladores decretada por José Blanco para frenar su huelga ilegal que generó el caos durante varios días en Son Sant Joan.

Con los maestros no se ha intentado casi nada para evitar el conflicto. Sabíamos que la consideración social del enseñante en España está muy por detrás de la de otros países, donde se le considera un elemento decisivo para forjar un futuro mejor para el país. Es una evidencia que el porcentaje del PIB que se dedica a la educación es muy inferior a la del resto de países desarrollados, por no hablar de la investigación, una actividad íntimamente ligada a la academia. Con la crisis hemos descubierto que, contrariamente a lo que los políticos decían con grandilocuencia, los recortes en docencia -y sanidad- han resultado el recurso fácil en manos de gobernantes acosados por la imperiosa necesidad de reducir el déficit.

La huelga nos ha descubierto que el Govern no considera necesario negociar con los maestros. ¿Qué más da si decenas de miles de alumnos se quedan sin clases? Sabíamos que un controlador aéreo, un conductor de autocares o un estibador portuario son muy importantes para esta comunidad insular y turística. Lo que desconocíamos es que su valor es mucho mayor que el de un docente o que el de un niño o un joven en edad escolar. Lo demuestra cada día la acción del Govern: la educación no merece un esfuerzo ni una concesión. No estamos solo ante el deseo de una parte del PP de dar leña a lo que considera una manada de rojos catalanistas. Es una demostración palpable de la escala de valores de nuestra sociedad y del lugar que en ella ocupa la enseñanza.