La temporada turística de verano ha sido estupenda. Han aumentado la cantidad de visitantes y el gasto, aunque no el número de pernoctaciones hoteleras (Traducido: más alojados en casas particulares). Los meses de septiembre y octubre también serán buenos, según todas las previsiones. La mayoría de los hoteles habrá tenido una ocupación rentable durante al menos seis meses, una circunstancia que no se repite con la asiduidad deseada. Incluso son cada vez más los establecimientos que osan abrir nueve o diez meses. Algunas de las propuestas novedosas de la oferta están funcionando, como por ejemplo los hoteles temáticos o las fiestas alcohólicas y ruidosas (aunque los vecinos no muestran el mismo entusiasmo que los empresarios que hacen caja). El éxito económico no se ha reflejado de forma proporcional a la hora de generar empleo. Aun así, las islas son la envidia de otras regiones españolas. Solo los sindicatos parecen preocupados por el hecho de que se firmen contratos a tiempo parcial para jornadas de más de ocho horas o por la presencia de becarios cubriendo las tareas de los profesionales.

Deslumbrados por las grandes cifras, no parece que nadie quiera analizar todas las razones del éxito de los dos últimos años. Es cierto que Eivissa ha logrado encumbrarse en lo más alto del turismo de famosos y laminado a Marbella, que antaño competía con Mallorca. También es un dato irrebatible que algunos hoteleros han hecho un gran esfuerzo para modernizarse y sumar nuevos atractivos a su oferta. Sin embargo, nadie debe dejarse cegar por el cortoplacismo. La más poderosa de las razones del llenazo de estos veranos son las desgracias de nuestros competidores.

En los años de la Guerra de Yugoslavia, entre 1991 y 2001, los grandes mayoristas de viajes europeos ya advirtieron a los mallorquines de que tenían cientos de miles de turistas prestados. Viajeros cuyo destino favorito eran las costas del mar Adriático que se desviaban hacia las islas por razones de fuerza mayor. La situación se repite en el norte de África. Túnez era un mercado emergente, un país de religión musulmana, pero que hacía bandera del laicismo. Los empresarios turísticos, incluidos los hoteleros mallorquines, invirtieron en las playas próximas a la capital y en lugares como Monastir. El país llegó a sumar seis millones de viajeros al año, las caídas del 30% o el 50% se han sucedido desde 2011, cuando las revueltas callejeras acabaron en apenas 28 días con los 23 años de dictadura de Ben Alí. En la actualidad solo recibe una sexta parte de los visitantes de antes de las protestas.

El caso de Egipto es aún más ilustrativo. Comenzó ofreciendo su inmenso patrimonio heredado de los faraones. Sin embargo, después de la paz firmada con Israel impulsó el segmento de sol y playa con la apertura de hoteles en el mar Rojo. El país llegó a sumar casi doce millones de turistas al año. Las revueltas que acabaron con el régimen de Mubarak y el golpe de Estado que puso fin al gobierno de los Hermanos Musulmanes han provocado que la inmensa mayoría de viajeros borre el país de sus planes.

Resulta evidente que Mallorca no es culpable de los males de sus competidores, pero no es conveniente que la abundancia sobrevenida nuble el raciocinio.

Mallorca tiene los mismos problemas de siempre. Una oferta de camas hoteleras excesiva. Establecimientos que continúan explotándose sin haber afrontado las renovaciones que demanda el turismo de cierto nivel de hoy. Zonas que eufemísticamente llamamos maduras, cuando en realidad queremos decir que están destartaladas. Una temporada corta, que no logra prolongarse pese a las buenas intenciones de todos los políticos que se ponen al timón de la Conselleria. Una cierta incompatibilidad entre el turismo familiar de toda la vida y el de borrachera, entre el de lujo y el de alpargata o chancla.

La isla disfruta de unos años de bonanza, pero está equivocado quien crea que se han solucionado todos nuestros problemas como destino. Es que no conoce la historia de nuestro turismo o prefiere taparse los ojos.