Los jóvenes se van. Y no hace falta ser sociólogo para saber por qué. Lo cuentan ellos mismos: buscan un horizonte más ancho. Menos nubarrones y más oportunidades. Dinero para volar del nido. Un camino en el que hacer fortuna. Vivir. Y no sería mucho pedir en un lugar distinto, pero están en la Mallorca de la crisis, que no les da lo que buscan. Y lo saben. Vaya si lo saben. La indolencia que se les achaca es en realidad determinación: a muchos de ellos cada vez les importa menos lo que pasa aquí, porque tienen claro que se van. Son conscientes de que son la primera generación en un siglo condenada a vivir peor que sus padres. Y se resisten, claro. Cómo no.

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