Minoru Mishibori fue el Mister Marshall que Petra esperó en vano en 1991. Solo faltó José Luis García Berlanga para retratar la escena. Mishibori era el presidente de Phoenix Electric, una empresa japonesa que prometía aterrizar en Mallorca y colonizar la tierra de Juníper Serra. Los nipones iban a construir una fábrica de bombillas halógenas en terrenos de Son Dalmau, según la versión de la conselleria de Industria del Govern de Gabriel Cañellas. Casi nadie sabía entonces lo que era una bombilla halógena, pero para la depauperada economía del Pla de Mallorca sonó a maná que se iba a derramar sin esfuerzo sobre el pueblo elegido por Dios o, lo que era casi lo mismo, Cañellas.

Tanto entusiasmo despertó el proyecto que casi nadie reparó en que el negociador –Eurojapan Corporation– era un mero intermediario. Tampoco se pusieron demasiados reparos a que los terrenos en los que se iban a gastar 3.000 millones de pesetas de la época (18 millones de euros) fueran, en su mayor parte, propiedad del alcalde de Petra.

Una delegación del Govern viajó en enero de 1991 al lejano oriente a la caza de los yenes. En abril del mismo año se firmó un preacuerdo que a nada ni a nadie comprometía. Industria adquirió por si acaso los terrenos de Son Dalmau. En enero de 1992, el representante de los fabricantes de bombillas anunció que la crisis que atravesaba Japón obligaba a suspender todas las inversiones. La jarra de la lechera se había roto. Veinte años después sigue siendo un solar vacío en el que la única actividad visible es el motocross.

El síndrome de las bombillas de Petra me viene a la cabeza cada vez que se anuncian inversiones millonarias –ahora ya en euros– en Balears. No siempre es quincalla, pero tampoco es oro todo lo que reluce. El president, José Ramón Bauzá, construye el sueño de la recuperación económica sobre las mismas bases que la fábrica de bombillas de Petra: "Tenemos muchos proyectos sobre la mesa presentados por inversores que creen en este Govern". ¿Cuántos?: "Hay más de un centenar de proyectos que estudiaremos y, en función de los intereses de Balears, aprobaremos".

Del centenar al que alude el president, conocemos una decena: los hoteles de superlujo de sa Ràpita y Canyamel; el nuevo complejo turístico de la Marina de Magaluf y la reforma conceptual que Sol ha emprendido en el mismo núcleo turístico; un parque de atracciones de temática balear y capital sueco, y otro de inspiración religiosa; un casino en s´Arenal o una universidad en Llucmajor... por no hablar de los hoteles obsoletos que serán reformados para reconvertirse en edificios residenciales. O de la reconstrucción del estadio Lluís Sitjar, que muchos meses después de su anuncio continúa a la espera de que los supuestos promotores suizos avalen su solvencia.

Los mallorquines podemos considerarnos afortunados entre los más afortunados. En un momento en el que los bancos no prestan ni 50 céntimos de euro, vienen a nosotros capitalistas con los bolsillos repletos de dinero para gastarlo en esta isla mediterránea. Cuando no se vende un piso que no haya sido previamente embargado por un banco, vamos a inundar el mercado con la segunda vida de los hoteles amortizados.

Es cierto que el president hace una salvedad –"en función de los intereses de Balears"–, pero convendría que, además, analizara la solvencia económica de quienes peregrinan hasta el Consolat de la Mar con carpetas repletas de bellos dibujos. El mundo está lleno de inversores fantasma. Los de Petra o los del Petromocho, un caso que acabó con un presidente autonómico asturiano.

Personalmente, cada vez que oigo hablar de proyectos maravillosos me llevo la mano a la cartera. ¿Cuánto nos costará? En 2011, el Institut d´Innovació Empresarial aún intentaba vender los terrenos estériles de Son Dalmau. Mi segunda reacción es imaginar qué paraje aún virgen de Mallorca sufrirá las consecuencias, si quedará a medio urbanizar porque el proyecto no llega a buen puerto y si, además, nos exigirán una indemnización por lucro cesante. ¡Uf!