Con las elecciones decididas, atendamos otros menesteres. Se llama José Ramón Orta. Entre sus pecadillos de juventud se cuenta montar broncas en un colegio electoral con venerables ancianas que cometieron el error de simpatizar con un partido rival. Con el triunfo de Jaume Matas en 2003 alardeaba en voz alta de la tajada de la tarta que iba a corresponderle en el reparto. Con la victoria de su tocayo de apellido Bauzá ha logrado el cargo de enterrador. Cobra un sueldo generoso como sepulturero de Serveis Ferroviaris de Mallorca.

Dado que resultaría poco agradable proceder a la inhumación de los convoyes con los usuarios en el interior, el otro Joserra se afana en echar a los pasajeros, convertidos en un estorbo para culminar su labor.

La primera medida consiste en planificar adecuadamente los retrasos para lograr que los usuarios lleguen tarde a sus puestos de trabajo. A la décima, el jefe da la misma credibilidad a quien ofrece esta excusa que al empleado que solicita por cuarta vez asistir al entierro de su abuelita de Cáceres. La solución para evitar un más que probable despido es tomar de nuevo el coche, pagar la gasolina a 1,30 euros el litro, enfrascarse en el atasco de los accesos a Palma y pagar la ORA cada 120 minutos con la altruista finalidad de engrosar los beneficios de la empresa concesionaria.

El segundo paso del maquiavélico plan es trabajar a fondo para que vagones y estaciones den asco. Solo los viajeros con agallas suficientes para participar en Humor amarillo –ese programa japonés que somete a mil perrerías a los concursantes– resisten entre la inmundicia que ha pasado de los excusados a los andenes y de los andenes a los trenes. Con el cierre de los retretes se expulsa a los usuarios con problemas de próstata. Con las papeleras y los andenes desbordados por latas vacías, pañuelos de celulosa usados y preservativos desechados, se larga a quienes jamás viajarían a un país del Tercer Mundo. Con los vagones de suelo pegajoso, asientos ennegrecidos y papeles por el suelo nos retrotraen a la posguerra, cuando las gallinas, como valor altamente preciado, viajaban en ferrocarril.

La tercera etapa consiste en desprestigiar este transporte. Según el conseller Gabriel Company, cada cliente del tren y del metro cuesta 13,5 euros. Este elevado precio obedece a varios factores de los que destacaremos dos: el faraonismo ferroviario de la izquierda, pero también del PP, dando prioridad a obras de difícil amortización o la pésima negociación del convenio acordado por Mabel Cabrer. Las respuestas a los desmanes se encuentran en el gremio de los políticos, no en el de los enemigos-usuarios.

La cuarta actuación se basa en reducir el número de vagones de cada expedición. Si antes eran cuatro o cinco, ahora se limitan a dos. Así se logra que los viajeros, hartos de oler el sobaco del vecino o de sentirse cual anchoa en una lata de conservas, dejen de utilizar el tren. Algunos ciclistas ven pasar hasta tres convoyes hasta que les dejan entrar en uno de ellos –le pasó el miércoles a uno que estaba en Santa Maria–. Las madres con cochecitos de bebé tienen que apelar a la capacidad de contorsionismo de los pasajeros para que les cedan un hueco. Algunos ancianos soportan estoicamente media hora en pie, con frenazos y arrancadas, porque se ha perdido, además del espacio, la buena educación de cederles el asiento.

Vaya usted a saber si José Ramón Bauza logrará crear el entorno adecuado para que las empresas generen nuevos puestos de trabajo. Quizás no se construyan jamás las autopistas de la educación prometidas durante la campaña electoral. Tal vez no se llegue a culminar nunca la reforma de s´Arenal... Sin embargo, José Ramón Orta y su jefe inmediato, Gabriel Company –experto en tractores y tractoradas– lograrán el objetivo de enterrar Serveis Ferroviaris de Mallorca mucho antes de lo que uno se pueda imaginar.

Enhorabuena, se merecen una condecoración fundida con el hierro de las vías inservibles.