No hablo habitualmente en catalán –me hurgaba esa complicidad Rabasco, atizado por el Lobby per la Indecència–, no escribo artículos contra el catalán. Hablo en castellano para que hasta los usuarios de ese idioma entiendan mi desapego por la profesión española. Amo a Mallorca porque es extranjera. Me agrada irritar, como a un porcentaje reseñable de votantes. A diario decido escrupulosamente si me opongo con más fuerza a los catalibanes o a los imperialistas madrileños. En estos momentos prefiero cargar contra los segundos, tan envalentonados que creen que ganarán las elecciones por hispanoespañoles, cuando el voto se remite únicamente a la crisis y a rechazar las recetas neoliberales del PSOE.

En qué idioma estamos votando, la pregunta que más fascina a los mallorquines ociosos. Bauzá demuestra coraje al presentarse como José Ramón, pero me preocupa que actúe desde la convicción de una superioridad, en lugar de esbozar una provocación siempre terapéutica. Le guste o no, en unas autonómicas se vota una identidad, no se presenta a delegado del Gobierno. Mi castellano difiere del suyo, porque habla madrileño para distanciarse de los indígenas. Tampoco el obispo Murgui habla catalán, se expresa en valenciano para exteriorizar su aislamiento y su incomprensión de la sociedad circundante.

A cambio, Antich no habla ni el simplísimo castellano tras ocho años en el cargo, cuanto menos el exigente catalán. Es la desesperación de los entrevistadores radiofónicos, que lo interrumpen a las dos preguntas para no quedarse sin audiencia. Con todo, me asusta más –y hablo de miedo físico– un participante en el chat con Bauzá celebrado el lunes en este diario, al proclamar que "Vivo en Mallorca pero soy de Madrid, y del PP, y no tengo ninguna intención de aprender el catalán ni el mallorquín". Aparte de constatar la indiscernibilidad entre el PP y Madrid, a qué ha venido.

A los colonialistas no les molesta el mallorquín, sino los mallorquines, qué bonita sería Mallorca sin aborígenes. Me rebelo ante ese planteamiento por un estricto instinto de supervivencia, aunque quizás el Pacto de Progreso ha forzado mi generosidad al obligarme a pagar a escote los cuatro años de gira mundial de poetastros locales, a lomos del parasitario Institut Ramon Llull cuya extinción votaré. Para rehabilitar el arte, me pregunto en qué idioma canta Antònia Font, porque no lo sé, aunque suscribo para la eternidad unos versos de su fiesta universal, "tots els pobles són millors si cadascú pot fer els comptes a ca seva". Y así aterrizamos en Biel Mesquida, el gran seductor de la lengua. Con él siempre sé a qué hablo.