El teniente coronel Mariano Palomo, ya retirado, se mueve como un gato por los túneles de Cabo Blanco. La oscuridad es total y ya hace más de 20 años que estuvo destinado allí. Pero el teniente coronel Mariano Palomo se mueve seguro y confiado por los más de 760 metros de túneles que hay excavados, recordando todo a la perfección, como si hubiese estado allí el día anterior disparando los cañones. "Aquí está una de las salidas de emergencia; los proyectiles se llevaban por estos raíles; aquí se guardaban los saquetes de pólvora...".

Ya no hay pólvora ni proyectiles ni artilleros que disparen, pero en los túneles aún quedan las poleas, los motores hidráulicos y llaves inglesas inmensas. En la superfície, sólo permanecen los edificios abandonados, un radar de la Agencia de Meteorología y un cañón solitario que apunta a la nada y que nada volverá a disparar nunca más. Poco queda y poco se oye ya del trajín de los años 50 y 60, cuando alrededor de 150 efectivos residían allí. La tranquilidad del lugar sólo se ve interrumpida de vez en cuando por alguna compañía que acude de maniobras, chavales que se cuelan para beber –el rastro de latas y botellas vacías los delatan– y ladronzuelos en busca de cobre. Los últimos, la semana pasada; pillados por la Guardia Civil que de vez en cuando patrulla por la zona.

Para los más jóvenes, aquellos que se escaparon de la ´mili´ obligatoria, Cabo Blanco está asociado a un paisaje increíble, a una carretera sinuosa y, guste o no, a un escenario de suicidios y accidentes. Para los de más edad, hablar de Cabo Blanco es hablar de batallitas, de maniobras, de camuflajes, de guardias y de algún que otro disparo.

La historia militar de este emblemático cabo se remonta a 1936 cuando el propietario de los terrenos los cedió al Ejército. Desde el punto de vista empresarial, hoy no se entendería regalar un solar así; pero desde la perspectiva ecologista hoy se celebra que al menos de esta forma este espacio haya quedado libre de hoteles.

En la zona hay dos baterías: la de Cabo Blanco, que no llega a la costa y que tiene 363.775 metros cuadrados; y la de Cala Carril, que es la que está situada propiamente en el cabo y que tiene una superfície de 141.263 metros cuadrados y casi un kilometro de túneles (hoy tapiados). En 1936 el Ejército ya contaba entonces con los terrenos y con la idea de hacer las baterías, pero el proyecto se postergó por la Guerra Civil. El objetivo: evitar el bombardeo por parte de barcos a gran distancia de la Base Naval de Palma, en combinación con el fuego de otras baterías.

Aunque se acometieron obras posteriores, la batería de Cabo Blanco estuvo perfectamente armada y operativa a partir de 1955, cuando llegaron los impresionantes Vickers 305/50 que sustituyeron a la batería de cañones González Rueda. No fue fácil instalar los Vickers y basta ver su tamaño para imaginárselo. Hablamos de unas máquinas que, contando todas sus partes, pesaban 276 toneladas, con un cañón de 305 milímetros de diámetro, que eran manejadas por 32 personas cada uno y que cada minuto podían disparar dos proyectiles de 385 kilos, impulsados por cargas de hasta 120 kilos de pólvora. Los que los vieron en acción, hablan de máquinas que disparaban "bolas de fuego" que llegaban a una distancia de 21.000 metros. En Cabo Blanco había tres bichos de este calibre y otros cuatro más, de 152 milímetros, en Cala Carril. Algunas de estas piezas se recuperaron del acorazado Jaime I, un buque hundido en Cartagena durante la Guerra Civil. El teniente coronel Mariano Palomo recuerda que que fueron desembarcadas en S´Estanyol (hizo falta montar un embarcadero especial para ello) y transportadas hasta el sitio en cuestión por raíles. Palomo también recuerda con nitidez el estruendo que hacía cada disparo, un ruido que contrasta con el silencio que reina hoy en la zona.

Sólo un cañón queda, mirando a Cabrera. Otro fue traslado y luce en la entrada del Museo Militar San Carlos de Palma. Los otros fueron desmontados y vendidos a un chatarrero. Hoy son piezas de museo o han sido fundidos y reutilizados, pero no hace tanto que estas inmensas armas aún se disparaban. Palomo estuvo destinado allí seis años durante la década de los ochenta y aún tienen interiorizados todos los pasos que había que seguir con exactitud para cada disparo.

Normalmente, y siguiendo los planes de instrucción, sólo se hacía un ejercicio de tiro al año, indica el teniente coronel, quien sonríe al recordar la vez que recibieron la visita de aquellos compañeros de Artillería de Cádiz a los que se les fue la mano cargando y "reventaron hasta los cristales".

Un barco se encargaba de remolcar a otro para que sirviera de blanco durante estas prácticas. Los superiores se situaban entonces junto a la torre de vigía de Cala Carril, en un pequeño trozo de tierra asfaltado que se convertía en palco privilegiado para supervisar si el proyectil daba en el blanco. "Ahora siguen viniendo Unidades de Infantería a hacer tiros de mortero", dice Palomo, "el campo de tiro sigue siendo el mar".

El mar, los acantilados, la torre de vigía, el faro, el horizonte, la nada. Cabo Blanco, por sí solo y sin pensar en su historia, impresiona. Y más que debía hacerlo a aquellos que años ha les tocaba imaginaria. "Yo aquí estuve bien", asegura el teniente coronel Palomo, quien a pesar de todo admite que "se estaba algo solo, sin la familia". "Y sólo había un teléfono", añade.

Desde 1994 allí no se oye ni un tiro (a excepción quizá de algún cazador). Los habitantes del bosque y del fondo marino seguro que lo agradecen, aunque su calma no es total pues de vez en cuando aún aparecen compañías para hacer maniobras. El pasado miércoles, y bajo un sol de excepción, el capitán Frau y sus hombres andaban por allí, practicando el combate en zona urbanizada, una maniobra que actualmente es vital tener bien ensayada y controlada. "Además, con los túneles aquí podemos practicar como si fuera el subsuelo de una ciudad, es muy práctico", razona el capitán Frau.

El teniente coronel Ortiz, responsable de comunicación, explica que es importante "poder cambiar de escenario para hacer las maniobras". Y escenarios van quedando cada vez menos. Basta fijarse en el caso de las baterías de costa. Antes, había casi una veintena en Mallorca: Sa Fortalesa, Muleta, Banc d´Eivissa, Cala Figuera, Illetes, Can Pastilla, Cap Enderrocat, Cap Regana, Punta Llobera, Cap Salines, S´Horta, Na Penyol, S´Aigua Dolça, Aucanada, Cap Gros, Refeubeix, Cabo Blanco, Cala Carril y Cap de Pinar. Ahora, sólo les quedan estas cuatro últimas, además del acuartelamiento Jaume II (antigua base General Asensio). No todas están vetadas al público. Por ejemplo, según informó esta semana la conselleria de Medio Ambiente, el Cap de Pinar, que está en Alcúdia y tiene una extensión de un millón de metros cuadrados e incluye calas vírgenes, podrá visitarse a partir de este verano.

El resto de terrenos han sido vendidos, cedidos o devueltos a sus propietarios en los últimos años por parte del ministerio de Defensa. El último fue el de Cap Salina, de 23.114 metros cuadros, que Kühn&Partner se adjudicó en subasta en 2007. En septiembre de 2010, un fallo dio la razón a la familia March, que tras la subasta reclamó la propiedad de la batería, ya que había sido cedida en 1955 para un uso estrictamente militar.

El ejército ha ido perdiendo sus terrenos costeros en la isla, donde antes se preparaban para cualquier eventual ataque, pero a los nostálgicos todavía les queda, además del magnífico Museo San Carlos, el horizonte de Cabo Blanco. Infinito, impresionante y, en parte, militar.