Cuando un piquete entra en un supermercado abierto a comprar agua y no a liarla, a la huelga le falta espíritu. Y cuando los que compran agua en manada son decenas de piquetes, la huelga no es una huelga: es un paseo. Un paseo animado, sí, pero un paseo. Una suerte de Carnaval en septiembre, iluminado por los flashes de los turistas, que ayer vieron en el desfile de veteranos sindicalistas la atracción más divertida de la hormigonada Playa de Palma. Aún no la han reformado y el ancho bulevar proyectado ya existe: sobre todo cuando pasa un piquete al que le sobran aceras y le faltan currantes levantiscos.

Que así no hay quien la líe: 300 manifestantes para toda Playa de Palma y la policía y el mejor sol de septiembre en el cogote. De ahí el agua, la calma y el ritmo cansino de una marcha que empieza a las once junto al Palmaquarium. Parten 37 efectivos. Contados. Ponen rumbo sur, hacia la calle del Jamón y sus chiringos. Los mira con deleite el turisteo, que aún rumia el desayuno a la puerta. Jubilados como Tom y Agatha, americanos que no entienden nada. Miran el tren-piquete como miraría uno de Sa Pobla un rodeo tejano con cowboys y cheerleaders. "¿Qué es esto?", pregunta Tom al periodista. Una huelga, Tom. "¿Una huelga?" Sí: es cuando los trabajadores se unen para defender sus derechos y dejan de trabajar. "Ya, ya, pero, ¿contra quién lo hacen?" No está muy claro, pero parece que es contra una reforma laboral que abarata el despido. "¿Abarata?" Sí, aquí cuando echan a alguien a veces se le indemniza. No siempre, pero a veces. "Pues no son muchos los que están enfadados". Ni muchos ni pocos, Tom: 37 contados. "Ya. A nosotros nos han dado el desayuno en el hotel y me estaban arreglando la habitación cuando me fui. Supongo que me darán de comer". Supongo, amigo Tom, encarnación del pragmatismo americano: si hay huelga, un jubilado del país de Obama se mira la panza.

Más comprometidos y comedidos son los belgas, porque a unos metros de Tom y Agatha sacan fotos Danny Meilleur y señora, llegados de Bruselas, menos curiosos y más instruidos en materia de derechos laborales. Preguntan y fríen a fogonazos de flash el pasacalles del sindicalismo mallorquín: "En Bélgica también hacemos huelgas, pero allí queman las cosas", explica Danny, ignorante de que también en Mallorca hubo huelgas más belicosas. Se acuerdan de ellas con nostalgia dos sindicalistas a cola de pelotón, que tienen cara de haber estado otras veces a la cabeza del lío. Espantando turistas y cerrando terrazas. Hoy abren la cartera para pagar aguas en el supermarket de la calle Mar Menor. Les afea el gesto el cronista: ¿No les da vergüenza? ¡Menudos sindicalistas! "Es que hace mucho calor", dicen azorados. Y es verdad: hay calor pero falta fuego. "Antes era de otro modo –cuenta otro sindicalista mientras abreva agua recién comprada–. En otros tiempos aquí juntábamos piquetes de 500 personas y no se nos resistía nadie. Pero hoy hay muchos trabajadores inmigrantes, y esos no se implican. Antes volaban sillas y mesas y los turistas se iban del sitio sin pagar. Eran otros tiempos".

No vuelan ni pasquines

Otros tiempos. Y otras huelgas. Porque ayer los sindicalistas eran unos clientes ruidosos más en una zona de habitual bullicio germano y gusto cervecero. Porque hace años volaban las sillas cada vez que una huelga sacudía el calendario, pero ayer no volaban ni pasquines. Porque los sindicalistas de hoy, que son los de ayer, ensucian poco: son combativos, pero están cansados. Cansados y cascados por el duro trabajo en un sector de vida perra, y hartos de la avalancha de improperios de la que se creen víctimas. "Como los medios nos han tratado de terroristas, vamos a demostrar que sabemos protestar de forma civilizada", se inflama otro, a disgusto con las insinuaciones de que la huelga no peta. "Si fuera por un convenio sectorial nuestro ya verías", argumenta otra, que se apunta al discurso del civismo: "Vamos a demostrar que sabemos protestar sin romper".

Civismo demostrado.Y con creces. Incluso cuando los 37 piquetes del Palmaquarium se unen a los 300 apostados en el principio de la calle del Jamón. Es el punto más caliente, pero lo único que se enciende es el medidor de decibelios. Han vestido a la reforma laboral de muñeca hinchable y le gritan "muerte". "Muerte a la reforma, huelga general", corean, para extrañeza y ceño fruncido de Kai Bergen, alemán prototípico de 190 centímetros y cabellera rubia que apura su lata de cerveza mientras sigue la fiesta sindical. "¿Qué quieren?" Que no les despidan gratis, Kai. "Eso está bien, pero deberían dar más fuerte", dice en un inglés tan defectuoso como el del cronista, que no pierde ripio del aluvión de consignas que muere en la puerta de los hoteles. Como la huelga que llega con la reforma lista para entrar en vigor. Quizá por ello, por el calor y por el derrotismo que se respira nadie irrumpe en los hoteles. Tampoco en las tiendas o en las terrazas, en las que los currantes no hacen ni ademán de guardar las cosas. "¡Pero si me han pedido agua! Ya les he dicho que no, que yo estoy de huelga, que abro para que mi jefe no me quite el día, que tengo contrato de seis meses y luego en invierno no tengo para comer", explica el dependiente de otro supermarket, éste a la sombra del hotel Riu Playa Park, en plena calle del Jamón: 39 negocios abiertos y ninguno cerrado. Contados. Ni con huelguistas ni sin ellos: la cerveza no para. Aunque el agua baja de precio: en la macrocervecería Bierkönig la regalan. "Para que tengan ánimo los compañeros", dice simpático un camarero. ¿Pero no apoyaríais más cerrando?, insiste el periodista, dispuesto a prender la llama. "Ya ves, pero seguimos abiertos". Y ahí se acaba la huelga que no fue: en la comprensión de todos y la adhesión efectiva de casi ninguno.

"Nos van a echar por dos duros"

Porque la huelga la entienden hasta los turistas. Sacan fotos y entienden. Saben que España es el país del paro y entienden que el milagro económico hace tiempo que dejó de poner ladrillos. Saben que este año no es tan caro viajar a Mallorca, como saben que los piquetes españoles de hoy no cierran terrazas: se sientan a descansar en ellas. Y entienden el desastre que eso supone. "Si los trabajadores de un país no se unen el país no vale nada", resume un alemán setentón de bigote y discurso marxista. Le da la razón un sindicalista veterano, que grita con ganas pero refunfuña entre dientes: "La gente de esta isla no sabe defender lo suyo. ¿Qué queremos así? Es la peor reforma laboral que se ha hecho y aquí no pasa nada. Nos van a echar a todos por dos duros y a la gente le da igual. Dicen que los sindicalistas no hemos hecho nada: ¿Y los que hoy trabajan, qué hacen los que hay trabajan? Se aseguran el sueldo de hoy, pero ya veremos qué pasa con el de mañana", brama. "Deberían pararlo todo si tan mala es la reforma", asiente Nicole, bañista francesa de bikini colorido, que se confiesa sindicalista y acaba de descubrir que, también en materia de huelgas, Spain is different. Lo pensará en su tumbona mientras los huelguistas de la huelga que no fue beben agua. Y la pagan.