Articulistas, políticos y artistas favorables al arte de picar, banderillear y clavar espadas en público y hasta la muerte a un animal, llevan días expresando su espanto a través de los medios de comunicación, incluido éste. Si se atiende a lo publicado estos días podría imaginarse que España entera es un clamor contra la decisión del Parlament de Catalunya de prohibir las corridas de toros. La realidad es muy distinta.

Cada día hay menos afición a los toros. El número de festejos ha caído en picado en Palma y pocas veces se pasa de la media entrada. En pueblos como Inca, Felanitx, Muro o Alcúdia hay corridas porque paga el Ayuntamiento. En algunos casos, como en Felanitx, pensar que durante las fiestas de Sant Agustí las peñas acuden a la plaza en busca de cultura –González Sinde, dixit– es dar por supuesto que los visitantes de los museos, los espectadores de una obra de teatro o los asistentes a un concierto sinfónico necesitan litros de alcohol corriendo por sus venas para soportar la visión de los cuadros, la interpretación de los actores o los acordes de Johannes Brahms.

Las encuestas de institutos como Gallup demuestran que apenas un 30 por ciento de la población española tiene algún interés por las corridas. Una inmensa mayoría abomina de la masacre. Resultaba curioso ver en estos días los foros de algún diario que se rasgaba las vestiduras y advertía sobre el elevado coste –53 euros– que la prohibición tendría para cada catalán: la mayoría de las opiniones, remitidas desde toda España, preguntaban en qué lugar había que abonar esta cantidad para que la prohibición se extendiera a todo el país.

Los argumentos de los intelectuales protaurinos deben ser escuchados. Por ejemplo, Joaquín Sabina, quien dijo en Diario de Mallorca que quienes se oponen a la violencia convertida en espectáculo son unos catetos. Gracias, por una reflexión tan profunda.

Pero los catetos que rechazan la salvajada –nada de fiesta– nacional han tenido ilustres compañeros de viaje mucho más preparados para explicar lo que significan las corridas. Por ejemplo, Francisco de Quevedo, quien en El caballero de la tenaza dejó escrita esta frase irónica: "Por tu vida que no vayas a esas fiestas, que son de gentiles y en ellas todo se reduce a ver morir hombres que son como bestias, y bestias que son como maridos". Gaspar Melchor de Jovellanos escribió su alegato en una carta al político y erudito José Vargas de Ponce: "Las diversiones populares deben ser fáciles, prontas, gratuitas, sencillas, inocentes, sin más aparato que el de la naturaleza en el que deben tener su origen y de que no deben apartarse ¿Halla Vm. estos caracteres en el espectáculo de que tratamos?". Mariano José de Larra fue otro célebre antitaurino: "Allí parece que todos acuden orgullosos de manifestar que no tienen entrañas y que su recreo es pasear sus ojos en sangre, y ríen y aplauden al ver los destrozos de la corrida". Y, por acabar en tiempos recientes, recurrimos a Manuel Vicent: "El arte de torear consiste en convertir en veinte minutos a un bello animal en una albóndiga sangrante ante un público alborozado". Catetos todos ellos, según sabia definición de Sabina.

En el debate propiciado por la aprobación de la ley catalana, los taurinos han esgrimido tres argumentos:

1. Que se ha votado en clave nacionalista. Catalunya ha actuado, según ellos, contra España. El argumento es falaz. En todos los partidos hay antitaurinos y protaurinos. En la encuesta de Diario de Mallorca entre los parlamentarios de Balears quedó claro que las dos posturas se dan de izquierda a derecha. Incluso entre los pesemeros, que en principio se abstuvieron. No se puede negar una cierta componente nacionalista en la decisión catalana, pero quienes pretenden otorgarle un peso decisivo deben rectificar. Invirtamos los términos: convicción nacionalista 20%; convicción animalista 80%.

2. Se ha hablado de las corridas de toros como esencia de la españolidad. Si alguien gana unas elecciones con este argumento, yo me bajo en la próxima, ¿y usted? Es preferible ser español de La Roja, que de la sangre roja.

3. Se asegura que se trata de un atentado contra la libertad. Ya pueden prepararse el PSOE y el PP para retirar la ordenanza del botellón, que con razón reclaman los vecinos del Passeig Marítim, porque se trata, sin duda, de una agresión contra la libertad de los jóvenes a emborracharse y dejar la calle convertida en un vertedero.

El 8 de abril de 1992 el Parlament balear aprobó la Ley de protección de los animales que viven en el entorno urbano. La impulsó Miquel Pascual, un diputado honesto de la UM que aún no se había enfangado en la corrupción. Su objetivo era "acabar con las torturas, con los daños o sufrimientos muchas veces gratuitos, con los malos tratos o con las burlas de que a veces son objeto muchos animales". Las corridas de toros quedaban excluidas de la prohibición, aunque la norma exigía que se celebraran en plazas estables, se vetaba la construcción de nuevas y se impedía la entrada a menores de 16 años. Los legisladores apostaban por la extinción paulatina de los espectáculos taurinos.

Hoy, 18 años después, casi sin corridas y sin afición, quizás ha llegado el momento dar el paso que faltó en 1992.