"Bienvenidos al tercer faro en funcionamiento más antiguo del mundo". Murmullos entre los jubilados que se han acercado a conocer el faro de Portopí, del que se tiene constancia desde el año 1300 y sólo superado en años por la Torre de Hércules de Galicia y la Linterna de Génova en Italia. El relaciones públicas de Autoridad Portuaria no da tregua a los pensionistas y prosigue con entusiasmo: "Además hoy hemos tenido la suerte de encontrar a alguien muy especial: el último farero que vivió en esta torre, Pedro Bonet".

El aludido sonríe y eleva un poco el mentón para mirar hacia el que fue su hogar durante casi 20 años. En un faro aprendió matemáticas y las rondallas mallorquines y en un faro finiquitó su vida laboral, por lo que su trayectoria es la excusa perfecta para recordar el papel de los 32 faros existentes en las costas de Balears, algo que Bonet ayuda a que no caiga en el olvido con las conferencias que está impartiendo por distintos puntos de las islas.

Nacido en Llucmajor hace 73 años, vivió en S´Estanyol hasta casi los ocho años, porque sus padres trabajaban como payeses en la possessió de S´Avall. Se mudaron a S´Aguila, pero antes los progenitores quisieron asegurarse de que podría seguir estudiando. Se enteraron de que un farero daba clases de forma gratuito en la torre de Cap Blanc y como no había escuelas cerca ni transporte escolar, lograron que el alcalde de Llucmajor firmara un documento para garantizar que se reconocerían como válidos los conocimientos adquiridos por los niños que pasaran por la escuela-faro de Cap Blanc, que entre 1945 y 1962 recibió hasta 27 alumnos.

"Tuve mucha suerte, porque mis padres hicieron muchos esfuerzos para que estudiara", explica Pedro, que recuerda con cariño a Fernando Garau Llinàs, que daba clases de forma gratuita y "con mucha visión de futuro: nos enseñó El Quijote, las rondalles mallorquinas... cosas impensables para la época", apunta.

A los diez años, Pedro tenía claro qué quería ser de mayor: farero, como el profesor Garau. También sabía que el camino era difícil: además del bachiller, necesitaba conocimientos de electrónica y de electricidad a nivel de peritaje y pasar unas oposiciones que implicaban cuatro exámenes teóricos y un periodo de prácticas. Entre que se convocaban las oposiciones y no, Pedro tuvo que esperar y consiguió ingresar a los 27 años. De nuevo, Cap Blanc jugó un papel importante pues fue su técnico, Mateu Mulet, quien le ayudó a prepararse: "Uno de los recuerdos más bonitos".

Ha pasado por torres de vigía de Menorca, Galicia y Cartagena (concretamente en Cabo Tiñoso, el lugar más "inhóspito" al que tuvo que enfrentarse). Pedro recuerda con emoción sus últimos días en Galicia, cuando cada día acudía alguien del pueblo más cercano para despedirse. "Nos hicieron llorar".

Y es que Pedro, farero del siglo XX, no encaja en la imagen del solitario que vive en su torre en un confín del mundo y ajeno a éste. Sus destinos no estuvieron muy apartados de la civilización y a él nunca le ha gustado la soledad. "Y no es que no sepa estar solo, pero no la busco", explica este hombre. "He estado meses solo en el faro y no me he aburrido: he aprendido francés, inglés, a escribir a máquina con todos los dedos...", narra. Además siempre ha tenido por lo menos un compañero de trabajo y la mayoría de las veces ha podido estar acompañado por su mujer y sus dos hijos.

¿Cómo lleva la familia vivir en un sitio tan especial? La mujer, "muy bien" y los hijos también, aunque cuando eran más pequeños no les gustara porque a las siete de la tarde –comienzo de la jornada laboral de Pedro– tenían que estar en casa. Más adelante, les encantaba invitar a sus amigos a su ´casa-torreón´, aunque cuando pasaron la adolescencia "ya sólo venían amigas"...

"¿Sabías que las lámparas de los faros funcionaron durante más de 600 años con aceite de oliva?" Pedro disfruta sorprendiendo con datos curiosos. Y es que aunque el trabajo de farero no es tan romántico como aparece en la literatura, sí que hay detalles de su historia que parecen sacadas de una novela, como aquellos fareros de Na Popia que 1897 sufrieron la "fiebre rompe-huesos" y mantuvieron iluminada la señal a pesar de sus penosas condiciones de salud; o aquellos habitantes de la torre de la Illa de l´Aire que en 1869 arriesgaron su vida para salvar a unos náufragos; o aquellos de n´Ensiola, que fueron secuestrados y llevados a Menorca en un submarino republicano.

Pedro, por fortuna, no vivió esta truculenta época en que los responsables de estas torres de luz tenían que ir armados. Lo que sí vivió de primer plano fue una época especial: cuando la zona del Dique del Oeste estaba abierta a los ciudadanos de Palma. Allí se vivieron escenas de todo tipo. Los trabajadores de la zona no olvidan por ejemplo aquel día en que un coche con dos personas dentro se cayó al agua. Resulta que, como tantas otras parejas, se habían acercado a mantener relaciones sexuales a ese territorio "casi" despoblado y habían olvidado un pequeño detalle: poner el freno de mano.

Mirando el futuro de los faros, Pedro no ve mal que sirvan para habilitar restaurantes como pretende permitir Costas, siempre que no se pueda acceder a la torre y cuando el dinero se reinvierta en conservarlos "porque sino se deteriorarán, se perderán". Desde hace 12 años este hombre ya no vive en los faros. Ahora son los faros los que viven en él.