El muro de Berlín ha sido desde 1961 la llave de la Cortina de Hierro, una muralla imaginaria que dividió a Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Ese muro comenzó a caer poco a poco y sus ladrillos se fueron desmoronando a partir de que Gorbachov impulsó la glasnost y perestroika cuando llegó a la presidencia del Presidium Supremo de la URSS en 1988. Un año más tarde, los profundos cambios que introdujo Gorbachov impactaron en el muro y tuvieron su punto álgido el 9 de noviembre de 1989, fecha que se recuerda porque una gran muchedumbre dictó el fin de la separación de Berlín y marcó la caída de la Cortina de Hierro.

Dentro de una semana se cumplirán veinte años de aquel hecho histórico, cuya figura se amplía a medida que transcurre el tiempo. Ha sido uno de los grandes hitos del siglo XX y Mallorca tuvo una participación destacada en el proceso puesto que la isla ha sido el primer destino donde viajaron los ciudadanos de la República Democrática Alemana una vez que se anularon las restricciones para salir al extranjero.

Eran días de euforia porque todo el mundo sabía que el mundo estaba cambiando. Precisamente durante esa semana, el conseller de Turismo del Govern balear, Jaume Cladera, había viajado a Estambul para participar en la convención anual que organiza la Asociación Alemana de Agencias de Viajes (DRV).

La euforia también hizo presa de los agentes de viajes y del conseller mallorquín, quien quiso homenajear a la nueva Alemania que se estaba gestando haciendo una oferta que resultó ser histórica: invitó a que un importante grupo de alemanes del Este viajara gratuitamente a Mallorca. La isla era un destino turístico mítico para los alemanes orientales, que sabían del éxito que tenía en la República Federal Alemana por la televisión: las imágenes de Mallorca traspasaban la frontera y las playas insulares eran uno de los objetos de deseo más famosos.

Los agentes de viajes aceptaron la oferta de Cladera. Ellos debían proveer los aviones y el Govern las habitaciones de hotel y la manutención, que incluía pensión completa para los 10.000 alemanes que tendrían derecho al viaje. El gesto de Cladera se producía en una época difícil para el turismo en Balears: el descenso de los británicos amenazaba con una crisis que finamente se produjo, entre 1991 y 1993 como consecuencia de la Guerra del Golfo.

La invitación de Cladera era pues una buena oportunidad para abrir un nuevo y gran mercado, el de los países de Europa oriental, que ya apuntaban maneras: estaba claro que más pronto que tarde se sacudirían de sus regímenes comunistas y pasarían a engrosar la que en esa época se denominaba Europa libre.

La preparación de este difícil trabajo estuvo a cargo de Eduardo Gamero, que era el director general de Promoción turística del Govern. Gamero recordaba la semana pasada con precisión todo lo que pasó: "Lo viví muy intensamente porque era una operación complicada. El criterio para la selección de las personas que vendrían a Mallorca corrió por cuenta de la Cruz Roja. Debían ser familias con niños y de escasos recursos. Fue una gran obra humanitaria, basada en que según había dicho Cladera, debíamos devolver a los alemanes parte de lo que ellos nos habían dado a nosotros".

La llegada se haría por grupos, dependiendo de la disponibilidad de camas de los hoteles, y así, poco tiempo después, en abril de 1990, comenzó el goteo de visitantes. Eran los primeros viajes de alemanes orientales al extranjero.

Las agencias de viajes que coordinaron la acción fueron las dos principales, TUI y Neckermann (hoy Thomas Cook). En esa época, el actual director regional de Thomas Cook, Harald Oberkirch, era jefe de guías y recuerda muy bien el acontecimiento. "Esta gente no había visto nunca una palmera. Estaban muy emocionados cuando fueron recibidos en el aeropuerto, con cava y ball de bot".

Cuando descendieron del avión, estaban sorprendidos por todo lo que veían, e incluso una pareja se abrazó llorando porque era su primer viaje al extranjero, y nada menos que a Mallorca. Fotografiaban todo lo que veían, con sus vetustas cámaras fabricadas en la RDA u otros países del área socialista. Tenían muchas ganas de entrar en un mundo que prometía ser el paraíso.

Más tarde fueron trasladados a sus hoteles de la bahía de Palma. Estaban tan acostumbrados a una dictadura, que su estancia en los hoteles les condujo a una cierta confusión porque querían saber "quién es el jefe" para que les explicara qué les autorizaba a hacer. Los conserjes les explicaban que no había tales jefes y que podían salir a pasear y caminar por donde quisieran sin tener que dar cuenta a nadie.

Desconfiaban de estas nuevas libertades que se les presentaban, así que no tenían claro lo de los horarios. Querían saber a qué hora estaba mandado que regresaran al hotel y los guías germano-occidentales que los acompañaban se esforzaban para que entendieran que no había limitaciones de ningún tipo. Además, creían que su asistencia al comedor del hotel debía hacerse en grupo y de acuerdo a las reglas "de los jefes". Obviamente se les dijo que podían ir de forma individual, siempre dentro del horario de comidas.

"Se les distinguía por la manera de vestir", recuerda el hotelero Pedro Canals, refiriéndose a la modestia de su vestimenta. "Además, hablaban un alemán muy académico, muy distinto de los modos y dialectos que usaban los alemanes occidentales. Se apreciaba también que era gente muy culta y bien educada".

Canals explicaba que "tampoco estaban habituados al bufet y a otros servicios normales que se da en los hoteles". Otros hoteleros comentaban anécdotas curiosas, como que algunos alemanes se mostraron horrorizados al saber que la comida sobrante de los bufets se tiraba, por lo que algunos decidían tomar medidas y cargar con grandes bandejas de comida para llevársela a su habitación. "Si las van a tirar, mejor me las llevo", le decían al sorprendido camarero que les pedía explicaciones.

En Berlín era fácil reconocer a los orientales porque pegaban la nariz al cristal de los escaparates, sorprendidos por los productos que veían, y que eran asequibles a cualquier trabajador. Lo propio sucedía en Palma, cuando acudían a visitar la ciudad.

Se organizaron excursiones a los hipermercados (en esa época eran Continente y Pryca, hoy Carrefour). Los recorrían hasta la hora de apertura y quedaban extasiados contemplando la enorme cantidad de productos que había. Este periodista recuerda a uno que estaba algo mosqueado: "¿Por qué hay tantas marcas de café, si basta con una sola?", preguntaba.

Pasión por las naranjas

Sin embargo, el producto más apreciado eran las naranjas. Cuando se les autorizó a cruzar el muro de Berlín (sólo de día y debían regresar al anochecer), salían con sus Travants y volvían cargados de naranjas, es decir, no les impresionaban los electrodomésticos, ni los televisores y los aparatos electrónicos. Sólo las naranjas. En Mallorca se les regalaban piezas de esta fruta durante sus excursiones y muchos regresaban a su país con todas las que podían llevar en sus maletas.

Aquella euforia se enfrió más tarde, cuando la realidad de la economía de mercado creó una gran desilusión en la Alemania oriental. Estaban acostumbrados a que el Estado les proveía de casa y trabajo. La realidad occidental era muy distinta. El hotelero Pedro Canals confirmaba que "muchos se quejan de lo mal que están". El nivel de desempleo es ahora muy elevado y no han alcanzado el nivel de riqueza de los occidentales, mientras que muchos de éstos reclaman "levantar un muro aún más alto" porque la unión les obliga a soportar, desde hace dos décadas, una gran carga tributaria para pagar el coste de la aventura.