-Lo tengo comprobado, my friend, no lo dude usted. En el Mediterráneo, el viento dominante es el de proa.

Quien pronunció esas sabias palabras fue un viejo halcón marino, inglés por más señas, que solía acodarse en la barra del Club Náutico -el de antes de la reforma, por supuesto, con sus muebles decrépitos y entrañables-, en espera de la siguiente ginebra, no siempre demorada hasta la puesta de sol.

Me he acordado de él esta semana, rumbo a Menorca, después de muchos días de xaloc tórrido del que tiñe los ocasos y, a la que caen cuatro gotas, cubre de barrillo marrón la cubierta. El xaloc es un viento excelente para cruzar el freu de mar siempre revuelta que separa la isla menor de la de Mallorca. Por mucho que levante una ola incómoda, te alcanza por la aleta, de través todo lo más, y te conduce en un suspiro hasta el Cap de Pera, el montículo que despide la costa de levante desde su atalaya, y luego al cabo D´Artutx o a la isla del Aire.

Un par de días en Cabrera son entremés excelente para la travesía. No me había acercado hasta allí desde que existe el parque protegido y el puerto queda sembrado de boyas para evitar el fondeo. Cabrera era espléndida antes y lo sigue siendo, por más que las instalaciones administrativas le roben encanto. Supongo que es inevitable, habida cuenta de los tiempos que corren y así, al menos, ese enclave diminuto del mare nostrum podrá conservarse mejor. Hasta cierto punto, porque resulta extraño que la salvaguarda que impide pescar tenga como excepción a los profesionales. Una Cabrera protegida del todo seria más consecuente. Pero basta con ponerse una máscara, calzarse unas aletas y morder el tubo para comprobar que los peces costeros abundan: salpas, tutas, esparralls, vacas, tordos, obladas... Por mucha contaminación que haya, la fauna se regenera, y en muy poco tiempo si a los animales se les deja tranquilos. Lástima que esa alerta de navegantes no se escuche donde debiera.

Como decía al principio, en estas aguas basta con poner la proa hacia cualquier parte para que el viento salte de allí. Lo comprobamos una vez más rumbo a Ciutadella; nada más bordeado el cabo de Salinas nos entra un gregal respetable. Hasta veinticuatro nudos y la mar correspondiente componen un guión que echa por la borda las previsiones de arribada. Pero el viento fresco levanta el ánimo, los pantocazos apenas se sienten en un barco excelente de treinta y nueve pies de eslora y seis toneladas de arqueo, por más que haya que cazar las velas con ganas para no salirse demasiado de la demora.

A la caída de la tarde, ya casi en medio del canal, la radio advierte con sus pitidos, por el canal 16, que se va a dar una advertencia de seguridad. Se trata de un aviso de temporal del noroeste que sopla al norte de Menorca, con vientos de fuerza ocho. En verano. Ya nada se respeta, es la verdad.

Pero el inglés de los mostachos en el Club Náutico, cuyo nombre he olvidado si lo supe alguna vez, habría estado contento. Su proverbio era cierto con el añadido de la borrasca lejana. No hay por qué preocuparse: llegaremos al abrigo de Ciutadella antes de que la mala mar de veras nos alcance. La de hoy ha sido un puro simulacro de los que sirven para que no te oxides mientras Menorca se esboza apenas en el horizonte. Qué hermosas son estas aguas.