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Análisis

El PP, primero y hundido

Las izquierdas, rozando la mayoría en el Congreso, impiden la continuidad de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno

Nunca llegar primero ha supuesto una derrota tan estrepitosa como la que ha padecido el PP. Sus resultados son desastrosos: ha perdido sesenta diputados. Queda tan lejos de la mayoría absoluta, a una distancia tan sideral, que ni tan siquiera el auxilio de Ciudadanos le basta para intentar fletar un gobierno en precario. En el Congreso de los Diputados se dibuja una teórica mayoría de izquierdas, que también nacería, de hacerlo, marcada por la fragilidad extrema. Puede decirse que las elecciones son para el PP de Mariano Rajoy una suerte de certificado de defunción: el presidente del Gobierno, ya en funciones, sensatamente no debe aspirar a revalidar el cargo, porque, no hay que olvidarlo, en España impera una democracia parlamentaria, lo que significa que es el partido que consigue forjar una mayoría en la cámara quien obtiene el encargo de formar gobierno. Mariano Rajoy no está en condiciones de hacerlo, salvo que el PSOE decida ofrecerse en holocausto propiciando su investidura en nombre de los superiores intereses del Estado. O lo que es lo mismo: los de siempre.

¿Renunciará Rajoy a intentar la investidura? Debería hacerlo, aunque tal vez quiera apurar el cáliz de la amargura a fin de acotar que antes de tiempo en el PP se desencadenen las hostilidades que, más pronto o más tarde, estallarán, porque un partido que de la mayoría absoluta más amplia obtenida por el centro derecha, con 186 escaños, pasa a quedarse en poco más de 120 inevitablemente se las verá con una guerra civil que lo desangrará. Si al final, con la lógica parlamentaria salida de las urnas, los populares son empujados a la oposición las revueltas estallarán de inmediato. Rajoy pasará a ser historia: la del único presidente de la moderna democracia española de un solo mandato, dado que Leopoldo Calvo Sotelo fue un mero apunte a pie de página: nunca encabezó lista electoral alguna.

El PP ha pagado muy cara tanto la gestión de la crisis, cargada a las espaldas de los más débiles sin considerar necesario medidas compensatorias, como la altivez con la que se ha manejado en el poder. Los dirigentes de la derecha española han ocupado el poder creyendo que lo poseían a perpetuidad, que se les reconocía que era suyo por una suerte de derecho histórico que no admitía discusión. Lo han usado, manoseado y demasiadas veces corrompido sin admitir controles, ignorando al parlamento y cargando en el debe del partido socialista la entera responsabilidad de la catástrofe económica que ha desvencijado la estructura social de España. No sospecharon que los ciudadanos no admitirían indefinidamente lo que el PP estaba haciendo, que el coste del durísimo ajuste y las medidas coercitivas aprobadas en el Congreso, ahí está la infumable "ley mordaza" o la repudiada Ley Wert, iban a ser una factura impagable para el que fue osadamente considerado "partido alfa" de las clases medias españolas.

A eso hay que añadir la personalidad de Mariano Rajoy, un político acostumbrado desde su juventud al coche oficial, el perfecto funcionario de partido, un hombre adecuado para desempeñar una subsecretaría y hasta un ministerio, pero nunca la presidencia del Gobierno. Habérsela encomendado ha sido el gran error del PP. Después de perder dos elecciones consecutivas nunca el partido de la derecha debería haber apostado otra vez por el hombre de Pontevedra. Lo hizo porque la estructura interna del PP es de una verticalidad que cercena de cuajo la disidencia, la hace inútil (lo mismo sucede en el PSOE); el resultado ha sido que Rajoy ganó en 2011 por incomparecencia del partido socialista, extenuado después del catastrófico final de la segunda legislatura de Rodríguez Zapatero, para descarrilar estrepitosamente casi de inmediato.

Cuando se conocieron los papeles de Bárcenas, al publicarse los ominosos "Luis, sé fuerte" y "hacemos lo que podemos" Rajoy tenía que marcharse. Es lo que se esperaba que hiciera. Al empecinarse en seguir, abrió de par en par las puertas de su descrédito y el de su partido, sacudido por una inacabable concatenación de casos de corrupción nunca explicados satisfactoriamente y siempre atajados tarde y mal.

Las urnas del domingo han concretado el enorme malestar de la ciudadanía, su notoria insatisfacción y sobre todo el inmenso hartazgo que siente ante un sistema necesitado de cambios profundos que eviten su definitivo naufragio. No van a poder ser soslayados.

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