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El caso en contra del Impuesto sobre Sucesiones

La decadencia de la imposición patrimonial y el auge de la que recae sobre la renta y el consumo

Pocos tributos son tan controvertidos e impopulares como los que recaen sobre la riqueza y su transmisión. Es cierto que los gravámenes patrimoniales constituyen una de las formas más antiguas de imposición, principalmente en los tiempos en que la propiedad de la tierra era el factor determinante de la posición económica de los individuos y de la riqueza de los países. Sin embargo, ha sido la propia evolución de la economía y la sociedad la que ha provocado que hayan sido desplazados progresivamente por los impuestos que recaen sobre la renta y el consumo, indicadores mucho más adecuados de capacidad económica en un mundo desarrollado.

La decadencia de la imposición patrimonial, traducida en el hecho de que ningún país con un sistema fiscal avanzado obtenga una recaudación significativa de la misma, no impide que sobre su existencia y diseño se plantee un intenso debate. Esta polémica es algo menor en relación con el impuesto sobre el patrimonio, posiblemente porque ha sido eliminado en la mayoría de los países, con la notable excepción de España y del llamado impuesto sobre la solidaridad y la fortuna de Francia, pero se acentúa en el caso del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones.

En mi opinión la aplicación de este impuesto, en las transmisiones de riqueza que se realizan en las unidades familiares, y especialmente entre padres e hijos, resulta inequitativa, penaliza el ahorro, interfiere de manera injustificada en las decisiones económicas de las mismas y no es un instrumento eficaz para cumplir el objetivo que a priori tiene atribuido, limitar la concentración de la riqueza.

Consumo frente a ahorro

Si una persona paga impuestos por las rentas que ha obtenido a lo largo de su vida, y también por el consumo que ha realizado, imponer un gravamen adicional sobre el ahorro, como el de patrimonio, o sobre su transmisión a sus hijos, como el de sucesiones y donaciones, supone favorecer el consumo frente al ahorro. En este sentido es bien conocida la crítica realizada por el Premio Nobel de Economía Milton Friedman, al afirmar que no es lógico otorgar un tratamiento más favorable a una persona que gasta todo lo que tiene, que a otra que ahorra para dárselo a sus herederos, lo que a la postre no es más que una forma de usar lo que ha producido. Crítica que nos retrotrae al planteamiento de Hobbes, que ya en 1651 afirmaba que "es preferible gravar a las personas en función de lo que detraen del acerbo común y no de lo que aportan al mismo".

Por otra parte, es innegable que la capacidad de consumo no depende de los individuos aisladamente considerados, sino de las familias en su conjunto. Por tanto, la mera transmisión de la titularidad de los bienes entre los miembros de una unidad familiar no supone un cambio en la capacidad económica de los receptores de los mismos, por lo que no debería estar sujeta a tributación.

Se puede objetar a este argumento que lo relevante es someter a tributación al perceptor de la herencia, por recibir una renta que no ha producido. Es cierto que la transmisión de capital, tanto físico como humano, de padres a hijos, es un factor que condiciona la capacidad para obtener ingresos y la riqueza futura de éstos. Sin embargo, la transmisión de bienes materiales no es el único factor hereditario con consecuencias sobre la desigualdad de oportunidades o que determina el éxito económico. Existen otras transferencias, como las inversiones en capital humano y en educación, los contactos sociales o la propia herencia genética que son incluso más relevantes y no tributan, en la mayor parte de los supuestos porque es imposible.

Los padres que invierten en la educación de los hijos están generando futuras diferencias salariales, como hacen también los progenitores que les enseñan a desempeñar un oficio o los incorporan a un negocio o a una actividad profesional. Resulta absurdo plantear que los padres paguen un impuesto por el tiempo que dedican a sus hijos, por los contactos que les proporcionan o por los recursos que dedican a su educación, por elevados que sean, a pesar de que en este último caso sería posible gravarlos.

Pero tampoco es lógico que tributen si dedican la misma cantidad de dinero a ayudarles a poner un negocio o a dejarles en herencia una vivienda, ya que entraría en contradicción con el principio de equidad horizontal. Esta diferencia de trato no solamente incentiva el consumo, también distorsiona la adopción de decisiones económicas, favoreciendo las transmisiones que puedan eludir la aplicación del impuesto.

Por último debemos considerar que, si el verdadero objetivo de un impuesto sobre sucesiones es limitar la concentración de la riqueza y su perpetuación en el tiempo, su diseño es totalmente ineficaz. Se trata de impuestos que combinan tipos impositivos marginales elevados con importantes beneficios fiscales, sobre todo en la transmisión de participaciones empresariales, muy sensibles a la competencia fiscal, tanto internacional como interna, como comprobamos constantemente en nuestro país, y fácilmente eludibles mediante una adecuada planificación, lo que los vuelve inoperantes y en la mayor parte de los países regresivos. Por otra parte es obvio que este es un problema irresoluble, si no se quiere penalizar las decisiones de ahorro e inversión, fundamentales para el desarrollo de la economía y la creación de empleo, por lo que el impuesto no solamente afecta a los beneficiarios de las herencias como erróneamente plantean algunos, sino a la sociedad en su conjunto.

Renunciar a la herencia

Podemos poner muchos ejemplos de los problemas asociados a este impuesto. Quizá el más evidente es el referido a la situación, por desgracia cada vez más frecuente, que se produce cuando los herederos de una empresa, o sobre todo de una vivienda, se ven obligados a renunciar a su herencia o a malvenderla, por no disponer de recursos para pagar un impuesto, que deviene en confiscatorio.

Por ello toda medida conducente a su supresión o, por lo menos a su reducción, en las transmisiones que se producen en el seno de unidades familiares es bienvenida. Un mal impuesto, por antiguo que sea, no debe mantenerse únicamente en función de la recaudación que aporta a las arcas públicas. Existen otras vías e impuestos más eficientes y justos para obtener los mismos recursos, sin los problemas esbozados y con menores costes, tanto presentes como futuros. Porque el objetivo del sector público no debe ser recaudar hoy, sino apoyar un desarrollo económico que garantice también la sostenibilidad futura de las prestaciones públicas.

(*) Profesor titular de

Hacienda Pública

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