Pedro Terrasa y Llorenç Serra Ferrer no se conocían. Su relación se inicia cuando ambos coinciden en la televisión autonómica, el primero en calidad de jefe de administración primero o director general después y el segundo como comentarista de los partidos de fútbol de primera división. De ahí surge una amistad no íntima, pero basada en una parecida forma de pensar respecto a la austeridad, como única opción de hacer viable la supervivencia del Real Mallorca. Así, el antiguo segundo de Mateo Alemany, que nunca tuvo simpatías por el míster de Sa Pobla, intermedia para que soslayen sus diferencias y cuestiones de piel acordando la venta de acciones que desemboca en la desagradable y lamentable guerra, no fría precisamente, de la que ambos son protagonistas.

La ruptura de hostilidades, imprevisible un año antes, se produce a raíz del reembarque del ejecutivo en la planta noble de Son Moix, más allá de su participación en el nuevo accionariado a la que se ve arrastrado por el propio Serra y la obligación moral de reinvertir parte de los casi 300.000 euros que había recibido de Vicenç Grande como retribución por sus trece años al servicio del club y no sin antes firmar un despido que contemplaba numerosas cláusulas de confidencialidad. Nunca se conocerán las razones de aquella salida si tomamos en consideración el odio que, desde entonces, el ya director general de IB3 plasma contra el exdirector deportivo Nando Pons, igual que la batalla actual, en los medios de comunicación. Una inquina no manifestada en desencuentros que enfrentaron a Terrasa con otros ejecutivos, como Ramón Rosselló o consejeros, como José Miguel García.

La guerra no se desata por el poder, lo que sería imposible dada la enorme diferencia en los porcentajes de acciones de cada uno de los contendientes, sino por el mando. Terrasa, discípulo de Alemany, comparte con éste la teoría de que la gestión tiene que ir separada de la propiedad, tal como ocurrió entre 1995 y 2001 bajo la sombra de Antonio Asensio Pizarro, pero el óbito del empresario catalán derivó en la renuncia del Grupo Zeta y desde entonces los propietarios, siempre mallorquines, han exigido un control más estricto. El actual director general quiere relegar a Serra a la parcela deportiva y no admite ingerencias directas o indirectas en el resto de áreas que pretende dominar, fundamentalmente administración, márqueting, comunicación y relaciones externas.

Serra Ferrer es todo lo contrario. Tras su paso por el fútbol griego entiende que su etapa de entrenador ha terminado y acaricia funciones de manager general. Apura al máximo el precio de compra del club, con la ayuda de Terrasa, y aplica de inmediato la misma restricción económica en todas las áreas. Mientras el ejecutivo continúa en IB3, no hay problemas, pero apenas tardan en desvelarse al mes de su regreso. El de Sa Pobla es partidario de controlar hasta los detalles más nimios de sus empresas, desde las cocinas de sus hoteles a los futbolistas que tienen que acudir a los actos promocionales. Aprendió con José Luis Núñez y Manuel Ruiz de Lopera.

Ambos sabían lo que iba a pasar. Pedro Terrasa, que libera a Jaume Cladera de un trabajo que no desea, explicó que no volvía al Mallorca para ser ´palmero de Llorenç´ y Serra Ferrer, con los consejeros que no conocían de nada al director general, Coca y Cerdá, recela de que, quien tendría que haber sido su mano derecha, busque consejo y ayuda ajena al club y controle determinados medios de comunicación. Uno intenta convencer a los administradores concursales de que, sin él, la gestión es incontrolable, y el carácter de su oponente se hace insufrible; el otro esgrime su primer ejercicio -once millones de beneficio y la reducción de gastos-, impone su superioridad accionarial y marca territorio.