El fútbol debe una gran parte de su popularidad al gran número de tópicos que sustentan su proyección mediática. Frases más o menos célebres, ingenios atribuidos a jugadores y entrenadores que ejercieron un efecto mimético, sirven para que su mensaje sea entendido por una inmensa mayoría de aficionados.

Una de sus más recientes leyendas pretende clasificar a los técnicos, pues todo el mundo tiene que estar fichado, entre los amantes del espectáculo y los ahora mal llamados resultadistas. Es decir, quienes sacrifican la vistosidad al pragmatismo.

El día de su presentación Joaquín Caparrós explicó que jugar bien generalmente conduce a la victoria, una verdad de perogrullo. Y es que no hay un solo equipo que anteponga lo bonito a lo práctico. Hasta Pep Guardiola, si le consideramos el prototipo de la elegancia, quiere ganar y lo demás son pamplinas.

El arte del fútbol consiste precisamente en sacar el máximo rendimiento de los recursos que uno tiene. No se trata de trenzar más o menos filigranas para llenar de cámara lenta las transmisiones por televisión, sino de obtener el triunfo a través de las virtudes que atesora cada bloque, ya sean ofensivas o defensivas. A muchos les gustaría emplearse como el Barcelona, pero no pueden y eso no les condena.

Este deporte es polivalente tanto en técnica como en estrategia y si bien talento y habilidad unidos constituyen una fuerza casi imbatible, tampoco hay que rechazar o imputar a nadie peyorativamente por contrarrestar el fútbol de ataque con un repliegue ordenado y disciplinado que no por conservador merece menos respeto e incluso admiración.

Antes de etiquetar a alguien, hay que valorar objetivamente cuáles son las características de cada plantilla, y más de un equipo rinde por encima de sus posibilidades cuando su entrenador hace correctamente este ejercicio. Sin adjetivos.