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Opinión

El triunfo póstumo de María Schneider

El triunfo póstumo de María Schneider

Tres fechas para un escándalo de película. Durante el rodaje en 1972 de El último tango en París, Marlon Brando y María Schneider protagonizan uno de los momentos de sexo más famosos de la historia del cine, conocida por todos como "la escena de mantequilla" por el uso de la misma como lubricante anal para una violación fingida. La entonces novata actriz denunció en 2007 lo humillada y "casi violada" que se sintió. Y en 2013, el director Bernardo Bertolucci admitió que él y Brando habían ocultado a la actriz el detalle de la mantequilla, aunque ella supiera por el guión el contenido violento de la escena y no existiera penetración de verdad ("€incluso sabiendo que lo que hacía Marlon no era real", fueron las palabras de la actriz). "Quería que Maria sintiera, no actuara, la rabia y humillación", argumentó Bertolucci. Se sintió culpable pero no se arrepintió.

Y, sin embargo, en ninguno de esos tres momentos se levantó la polvareda de ahora, después de que un blog rescatara las declaraciones del cineasta con motivo del Día Internacional contra la violencia de género. Un crítico de Estados Unidos se hizo eco y saltó el tardío escándalo. Las redes sociales se han llenado de ataques furibundos contra Bertolucci y son varias las estrellas de Hollywood que cargan contra el vergonzoso episodio. Muertos Brando y Schneider, el realizador de El último emperador es el único que puede poner al día su versión de los hechos, y lo ha hecho afirmando que "es un asunto ridículo. Todo estaba escrito en el guión menos el asunto de la mantequilla. La violencia ya estaba ahí".

¿Por qué la primera denuncia de la actriz, que fallecería en 2011 a los 58 años y que siempre achacó a aquel rodaje maldito muchos de sus problemas depresivos posteriores, no tuvo tanto eco como ahora? El diario The Washington Post sugiere que, por primera vez en la historia, la sociedad estadounidense, con el posterior reflejo en Hollywood, está cambiando de forma perceptible en algunos casos, aunque no en todos (solo hay que recordar que a Donald Trump no le pasaron factura sus inaceptables comentarios sobre las mujeres). El escándalo protagonizado por el antaño admirado y reverenciado cómico Bill Cosby, acusado de haber violado a decenas de mujeres a lo largo de muchos años, supuso un antes y un después en el tratamiento del acoso sexual. No eran acusaciones que se supieran de repente, las denuncias existían y muchos las conocían, pero hasta hace dos años no se convirtió en material informativo de primera página con el consiguiente derrumbe del mito.

En el caso de El último tango€, cuando salieron a la luz las palabras de la actriz y la posterior confirmación de su cruel director no existía, aunque parezca mentira, una conciencia tan clara como empieza a haber ahora del drama que muchas mujeres sufren en el a veces inmundo plató del espectáculo. Brando nunca dijo nada del asunto, aunque siempre dijo que se había sentido traicionado por Bertolucci al arrancarle para la pantalla jirones de su propia vida.

Otra actriz, Tippi Hedren, denuncia en sus memorias cómo el genial Alfred Hitchcock la sometió a un maltrato psicológico e incluso con brotes de acoso sexual. En el rodaje de Los pájaros, por ejemplo, el director le ocultó que los ataques de las aves serían menos inofensivos de lo que cabía esperar. En este caso, la relación estaba completamente envenenada por la obsesión del director por la actriz. Los casos de relaciones conflictivas entre intérpretes y directores son numerosos y, en algunos casos, realmente violentos. No hablamos de tiranteces o disensiones o riñas pasajeras. John Ford, Oliver Stone, David Fincher, William Wyler, Cecil B. De Mille, Erich Von Stroheim, Sam Peckinpah, Stantey Kubrick, Lars von Trier€ La lista de cineastas con fama de exprimir a sus repartos a veces más allá de lo comprensible es larga y está llena de maestros del cine y también de la manipulación emocional. Muchas fueron las actrices que se sintieron humilladas, maltratadas, despreciadas, acorraladas. Actores también hay, pero menos.

El debate está servido. ¿Hasta qué punto es lícito que un creador convierta a sus actrices en víctimas de sus métodos más miserables (¿sádicas quizá?) para arrancarles mejores interpretaciones? Grandes directores de actrices como George Cukor no necesitaban humillar ni engañar a sus repartos para lograr grandes trabajos. Recurrir a estratagemas de incuestionable vileza no deja de ser un atajo para llegar a una meta que, de no mediar esa crueldad, costaría más alcanzar. En cualquier caso, la polémica inesperada de El último tango en París quizá sirva como ejemplo, tardío pero eficaz, para que no se repitan casos similares, y que los cineastas que pueden asumir su culpables sin arrepentirse se lo piensen muy mucho antes de llevar a sus actrices a un potro de tortura y obligarlas a bailar tangos no consensuados con la fingida excusa de crear arte.

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