Es único. Le llaman el Brujo porque lo de llenar teatros con su sola presencia tiene algo de mágico. Hace décadas que dejó de compartir el escenario por decisión propia y esquivando suculentas ofertas. Rafael Álvarez (Córdoba, 1950) maneja su arte sin intermediarios y, desde ese púlpito en que convierte el escenario, ha sido Lázaro de Tormes y el avaro de Molière, y le ha buscado las vueltas al asno de oro de Apuleyo y a Los misterios de Cervantes, que revisa al escritor desde su óptica y retoma, ahora, al hilo de una efeméride que le atrapa por coherencia y devoción. Es hombre cordial, de verbo fácil y reflexión intensa.

¿A Cervantes le queda algún misterio?

Cómo no. Hace muchos años que me impuse la tarea de buscar textos que sean iluminadores, que me fascinen y me motiven a revolver lo sabido; a investigar. Cervantes era un sabio, conocía como pocos el entresijo del ser humano, y creo que no le importaba si los demás se enteraban o no. Como Shakespeare, tal vez. Quizá pensaban que los que venían detrás les entenderían más que sus coetáneos. Es un placer indagar en ellos. Forma parte de un trabajo como el mío que es unipersonal, que se centra en rescatar piezas antiguas y que, aunque el público ya sabe cuál es mi estilo, deben diferenciarse entre sí; han de ser novedosos dentro de mi palo. Yo no trabajo otra cosa, hace años lo decidí así. Si quieres comprender lo que te rodea, la mirada a los de atrás, contada por sabios como Lope o Cervantes, es imprescindible.

"Cuanto más incendiario y extravagante sea un mensaje en las redes, más se repite y comenta. Más que cualquier reflexión sensata. Y así se logran momentos de gloria inexplicables"

¿Qué le llevo a eso?

Fundamentalmente, el deseo de recuperar un tipo de teatro desnudo, que va de feria en feria, que, en aquellos tiempos en los que este vértigo de la comunicación inmediata no existía, permitía que se mezclaran oradores con sus saberes a cuestas, que exhibían y compartían, contadores de historias y leyendas, que aún se encuentran en el mercado de Marrakech, por ejemplo, y unos cuantos charla­tanes, porque estos son siempre inevitables. Ahora vivimos en una sociedad que pretendemos más avanzada, de la que se aprovechan muy bien los que quieren llamar la atención. Mandan un mensaje incendiario por las redes y cuanto más provocador, extravagante y disparatado sea, más se comenta. Mucho más que cualquier reflexión sensata que se haga llegar por el mismo canal. Y así se consiguen momentos de gloria inexplicables.

¿Es una perversión de las formas actuales de comunicación?

Sin duda. Por ejemplo, el que justifica que unas personas hayan muerto en tal o cual atentado por motivos políticos, ideológicos o religiosos o incluso deportivos no les ha puesto rostro a los asesinados, y donde no hay caras, no hay respeto ni conciencia. Mandas el mensaje y te quedas tan ancho. Pero es éticamente execrable, luego es una perversión.

Hace poco ponía en escena un texto nunca representado de Apuleyo, sobre un hombre encerrado en el cuerpo de un asno. ¿Estamos más acostumbrados a lo contrario?

¿Un asno en el cuerpo de un hombre? ¡Sin duda! La animalidad nos pertenece por herencia biológica y a algunos se les nota una barbaridad. Hablando en serio, el ser humano es el resultado de la evolución de especies primitivas; llevamos ahí un ancestro que gravita sobre nosotros, antiguo, primitivo y salvaje, con su parte positiva y negativa. La animalidad nos da fuerza para ser competitivos, adaptarnos al medio. Luego ­están el intelecto y la conciencia, que nos llevan a una forma más elevada de humanidad. Desgraciadamente, eso no es siempre así y surgen los asnos con cuerpo de hombre y hambre de éxito.

¿Dónde suelen pacer?

Donde crezcan el aburrimiento y la desidia. El público de las tertulias del corazón, o políticas, busca que alguien le saque de su estupor. El mensaje es "hazte burro un rato, que es divertido". Se trata de que el gamberro de la clase monte jaleo para distraerles porque a todos les adormece la lección. También hay periodistas que adolecen de cierta indiferencia, de "esto es más de lo mismo y yo ya estoy de vuelta", a los que también les gusta una burrada que les saque de esa rutina en la que creen vivir, y, por supuesto, hay mucho asno en cuerpo de político.

Generalmente, elegidos de forma democrática€

De acuerdo. Por eso no me gusta mucho meterme con ellos, porque no dejan de ser nuestro reflejo y de mantener valores que hemos elegido en las urnas. Votamos al que creemos más hábil, aunque proponga lo que no puede cumplir, al que halaga nuestro oído y al más agresivo. Al que se expresa de un modo más arrollador, al que no deja hablar. Mucha gente se ve reflejada en esos comportamientos delegando su violencia en ese otro que tiene delante al ministro, o al cargo que sea, al que responsabiliza de sus males y le está dando un buen repaso. Si hay agresividad en la vida pública, es porque también está en el día a día del ciudadano.

"En este país, el que ha pagado lo que tocaba religiosamente ha sido visto como un pardillo"

¿Cree que es admirada?

Por determinadas personas y colectivos, sin duda. Gusta mucho el político populista, que parece que no se calla; sea de la ideología que sea. O el Mourinho de turno que tiene los cojones de meter el dedo en el ojo al contrario. ¡Cuántas veces hemos visto eso en televisión! En el fútbol, que sigo y me gusta, se da. Y tiene que tener un límite, porque no puede ser que la gente se pegue palizas o se mate por ser de equipos contrarios. Sale el animal a pasear, y eso tiene consecuencias.

En su búsqueda de argumentos teatrales ha buceado en textos clásicos procedentes de todas las culturas y religiones. ¿Le ha servido para entender mejor el momento que vivimos?

Sinceramente, no. La actual guerra entre el islam y Occidente no tiene nada que ver con la filosofía. Son grupos armados que interpretan el islamismo de forma extrema. Es una tercera guerra mundial que ha sustituido los ejércitos por el terrorismo. Y donde habita la locura es muy difícil tender puentes. No lo han logrado durante siglos las palabras de sabios de uno y otro lado. Estos quieren caña y recuperar hasta Toledo si puede ser.

¿Ha perdido importancia la palabra?

Y es nuestro gran tesoro; el gran instrumento. En los relatos antiguos del Mahabharata, los hechiceros pelean con palabras mágicas que hacen que los días se conviertan en noches para despistar al enemigo; tal era el poder que se atribuía a la palabra. Tiene la fuerza de conformar la realidad. Ahora ese poder se usa de manera tosca, pero ahí está. Y el teatro la dignifica, aunque se descuida mucho en la nueva dramaturgia.

¿Ese respeto por la palabra despertó su vocación?

Mi padre era un hombre de casino andaluz; escuchaba y hablaba. La distensión que eso creaba en el ambiente yo la percibía de niño como una onda placentera, generada por sonidos. Y desde entonces busco ese degustar el instante de compartir y crear atmósferas donde la expresión es ley. Ese poder lo tienen las palabras: la elección del tema de conversación, la forma de guiarla, de ceder el paso al otro; de escuchar para volver a decir. El diálogo es maravilloso. Las palabras ayudan a superar las dificultades; un dolor, una herida o el desconocimiento de algo. Y cuando no hay palabras, las encuentras. Así acabé queriendo ser actor.

¿Se lo explicó a su familia con un diálogo como el descrito?

Sí, pero aun así lo recibieron con desconcierto. Querían que acabara Derecho, pensaban que me iba a meter en un lío, que no comería nunca de esto. Y un día, yendo a la facultad, entré en el salón de actos donde estaba José Carlos Plaza ensayando con Terele Pávez€ No sé qué hacían allí la verdad, pero a partir de ese día, en lugar de ir a clase, me iba a verles ensayar.

En aquellos días, el desencuentro de los artistas con los gobernantes era constante€

Claro, era el momento de luchar contra la dictadura, movilizarse para lograr un cambio político. Lo que no se entiende es que cuarenta años después estemos igual. Lo que ocurre ahora es más cutre y más miserable; es de rencilla política, aunque en el mundo del arte hay gente de todas las ideologías. Castigan con un IVA alucinante a unos chavales que van a poner en marcha un entremés de Cervantes y a los grandes clubs de fútbol les cobran la mitad, con los sueldos millonarios que se manejan ahí. No tiene sentido. No te puedes vengar de quienes te han dicho lo que piensan destrozándoles el medio de vida y llevándote cuanto tenga que ver con la cultura por delante, que es lo que explica cómo ­somos.

Y ¿cómo somos?

Desconfiados y supervivientes. Sabemos que nadie nos va a sacar las castañas del fuego, pero como es lo que hay, somos capaces de adaptarnos a una realidad adversa, que es lo que toca vivir. La costumbre de la desconfianza y el descrédito está muy arraigada.

¿La picaresca nos define?

Es un rasgo. Como la generosidad o la envidia. Cuando era estudiante e iba a Alemania, los autobuses no tenían cobrador, y los españoles se pitorreaban de los alemanes porque pagaban igual. No nos han instruido para ser respetuosos y no saltarse la fila. Se está empezando a romper ese bucle, pero aquí, de toda la vida, el que ha pagado religiosamente lo que le tocaba ha sido un pardillo. Claro que a mí me embargan y a otros no. La picaresca de andar por casa, a veces, no es más que una respuesta a la indefensión. Se agranda en las portadas de los periódicos, y el Estado no dignifica la integridad dando ejemplo. El Lazarillo es muy nuestro, lo llevo interpretando años, pero no es un ejemplo que seguir en este momento.

¿Distingue la enhorabuena sincera del halago forzado?

De lejos. Es una vibración diferente. Como el respeto de quien sabe lo que haces y el que busca foto con uno que no sabe quién es, pero cree que es más o menos famoso. Cuando hice la serie Juncal con Paco Rabal viví ese momento. Hace treinta años. Desde entonces, ni la televisión ni el cine me han necesitado. Saben que yo elegí que mi territorio era otro. Mi labor es llenar teatros en Barcelona, en Granada o en Madrid. Pero me hubiera ido a Hollywood si se hubiese terciado.