En la calle verdi, en el barrio de Gràcia de Barcelona, había una joven peluquera de acento francés que olía a vainilla y cortaba el pelo con mucho arte. No alcanzaba el metro sesenta pero su cuerpo era tan armonioso como su manejo del tinte, el secador y la cuchilla. Se hacía llamar la niña de los peines.

Hablaba poco, su boca parecía más bien hecha para la sonrisa o para el beso. Y su mirada recordaba a la de un cervatillo.

La niña de los peines sentía verdadero amor por su oficio y lo transmitía con mimo. Trataba el cabello de sus clientes como si fuera el suyo propio. A fin de cuentas, lo más bonito que hay en las personas es el amor que ponen en lo que hacen.

Aquella muchacha te cortaba el pelo mientras escuchaba música rock, y de vez en cuando, al acabar la faena antes de apagar la luz de su peluquería, tocaba un poco la guitarra eléctrica que tenía conectada al amplificador, ahí mismo, en un rincón de la sala.

Siempre he pensado que el cabello es como las ramas del árbol, antenas que conectan lo espiritual a lo mundano. Por favor, que no se desanimen los calvos, en su caso la conexión es más directa. Bromas a parte, todos sabemos que hay peluqueros que por hacer caja son capaces de destrozarte el cabello.

La niña de los peines, en cambio, nunca te recomendaba un tinte que pudiera dañarlo. Tampoco trataba de endosarte productos golosos que en esencia terminan siendo absurdos.

Algunas veces, mientras me desfilaba el cabello, la observaba en silencio y fantaseaba con la idea de tener un trabajo más sencillo e inmediato; qué agradable recibir la sonrisa del cliente, o dejar atrás la faena al bajar la persiana.

Los artistas y escritores somos seres taciturnos, a menudo atormentados que nos pasamos el día dándole a la cabeza. Pero probablemente yo sólo me quedara en el escaparate de la historia. Tener un negocio, por muy pequeño que sea, es siempre estresante.

Un día volví a la calle verdi y la niña de los peines había desaparecido. Ni rastro de la peluquería. Ni siquiera los vecinos supieron decirme más que lo evidente que el local había sido traspasado y se había convertido en tienda de souveniers. Una tienda más para los miles de turistas que desfilan por la calle.

Tal vez, tras aquella amplia sonrisa, tras aquel mimo, tras aquella pureza había una joven que no lograba llegar a fin de mes.

Nunca más se supo de aquella hermosa y mágica peluquera que por siempre perdurará en mi recuerdo.