Calculando a ojo, mínimo 5.000 personas. Todo vendido desde hace meses, ergo no había dudas en la asistencia. Dos barras pequeñas para toda la pista. Solos otras dos barras (aún más pequeñas) para toda la grada. Una sola caseta de pizzas con un único hornillo minúsculo para recalentar la comida. Una sola caseta con perritos calientes (el canto era unánime: “Ricky, queremos un perrito, no hace falta mermelada”). Colas individuales para cada producto: si querías beber y comer, tenías que hacer dos colas que, lógicamente, no eran largas sino infinitas. Cuando empieza el concierto, como era previsible, se apagaron las luces. Fue entonces cuando las barras se quedaron, como era previsible, a oscuras. A la tercera canción aparece un currito a improvisar una tira de bombillas. Las casetas de tickets sin seguridad: solo una chica por cada una de las dos casetas. Y las cervezas no tenían el mismo tamaño en cada barra. Todo ello con un calor ambiental casi asfixiante.

Hasta aquí la mierda de organización, por ser concreto. En lo que fue el espectáculo, no fue poderoso en absoluto. Incluso al principio, desubicante: las cuatro primeras canciones fueron ¡en inglés! ¿Pensaba Ricky Martin que estaba en una sucursal de Miami? Con la primera en castellano, la primera explosión del público. Por fin algo que se podía cantar y gozar con propiedad en un repertorio se suponía de origen y destino latino. Guitarra, bajo, batería, teclado, percusión, dos coristas, trompeta, saxo y ocho bailarines, cuatro y cuatro. Que en un número picante posterior no acudió a la paridad: ellas, de canon modelo, en corsé y liguero, los mancebos con el mismo vestuario hasta el momento, abotonado hasta el cuello. ¿Sexismo gay?

Pasados tres cuartos de hora de concierto Martin ya se había posicionado como un intérprete estático, moviéndose tópicamente y con algún ademán que recordaba al Gangnam Style. Las pocas veces que meneó la pichita, como diría Torrente, el público se puso incandescente, pero la única adrenalina la ponían los solos de guitarra jeviatas. ¿Tanto costaba tener más picardía para con los asistentes? Dues remenades de cul i la gent tornava loca. Para entonces el espectáculo se hallaba en una fase plomizamente melosa, y para eso ya está Luis Miguel. Se sucedieron demasiadas baladas mediocres, género para el que ya está Alejandro Sanz. Una de ellas con imágenes de niños pobres, pues tocó darle publicidad a la fundación con el nombre del cantante, según contaban las pantallas (dos de tamaño mediano y cuatro pequeñas, de las que hay a docenas en Media Markt). Se pregunta uno si no hay cuarentones con hambre en el mundo.

¿Los audiovisuales? Tan geométricos como creativamente pobretones. En el cuarto final del concierto llegó lo salsero. Fue cuando más se acercó al éxtasis, a pesar de que el muy desgraciado nos cantó Livin’ la vida loca ¡otra vez en inglés! Y a pesar de que los pasajes vocalmente más exigentes los cantó en tonos bajos, reservando la voz, el público lo gozó perramente. Un poco de reguetoneo con Vente pa’ ca y luego María (recortada en su duración), en la que una de las bailarinas se marca un solo soba-paquete. La audiencia, claro, implosionó y explosionó, y por primera vez lanzó prendas al escenario. Había hecho falta una hora y cuarto. Faltaron más momentos de cerdeo bien pensado. Con Por arriba por abajo se disfrutó del único momento aspirante a despiporrante: el cantante interactuó más que nunca con el público, separándolo en dos grupos y pidiendo sucesivamente jaleo a cada uno de ellos. La entrega fue total: el 99’89% de los brazos respondieron y se alzaron.

Por lo menos el final recurrió a lo esperable: llegó La mordidita y se vio a gente incluso abrazándose, aunque en el escenario no había más que las coreografías sosainas que se vieron en todo el bolo y el puertorriqueño tampoco se desfogó, ni siquiera con uno de sus últimos temazos. Por lo menos se soltaron columnas gigantes de humo e inmensas nubes de confeti. Triste y cierto: lo material sustituyó a lo emocional. Las anécdotas: cuando Martin salió a cantar en falda, y cuando dijo dedicar el concierto a Venezuela (aunque no aclaró en qué sentido quería acordarse del país, de actualidad estos días por las violentas manifestaciones contra el Gobierno de Maduro). La clausura fue chocante al igual que el inicio: el concierto arrancó sonando íntegramente Convite para vida, tema de los brasileiros Antonio Pinto y Ed Cortes, y acabó ¡sonando otra vez por megafonía Vente pa’ca! En resumidas cuentas: lo que se presuponía un reventón bailongo se quedó en meneo funcional a medio gas.

Ricky Martin. Gira One World.

Palma Arena, miércoles 31 de mayo de 2017, 5.000 personas aprox.