Sea con mayorÃa plana o mayorÃa abrumadora, el PP ha anunciado que no tiene prevista en Madrid fiesta alguna para celebrar el triunfo ansiado. Es difÃcil creer que la militancia, adláteres, simpatizantes y cuñados se van a retirar a sus moradas para empezar, con el amanecer, a trabajar como locos para poner firme a la prima de riesgo.
Rajoy, como mÃnimo, saldrá al balcón de Génova para transmitir su felicidad interna, pero también el impacto psicológico que provoca verse ungido de la responsabilidad de sacar a España de su peor crisis. Este recogimiento popular, algo calvinista (el trabajo en la tierra nos deparará un futuro agradable en la eternidad), llega acompañado por la exaltación de una prontitud efervescente en la toma del timón del poder.
El esoterismo de los mercados amenaza con fulminar cualquier entretenimiento con las musarañas, y procede elegir gobierno al dÃa siguiente sin formalidades, edecanes, abogacÃa del Estado o notario mayor del Reino. La cuajada del protocolo, piden desde el PP, debe quedar aplastada, y que coincida el dÃa 21 con la colocación en vertical, con los colores diferenciados, de las carpetas del inevitable papel, amén de toda la informática en orden y concierto, con candado para la malignas copias de seguridad y mucho más para los secretos de las cloacas varias, si es que las hubiera o hubiese. Aparte, claro está, de que las alfombras sean oreadas a la humedad madrileña para evitar la aparición de las facturas que más le gustan a Cospedal.
De Génova al tajo, dirÃa PÃo Baroja, aunque sospecho que en la noche en que España es más diamantina habrá un núcleo duro que, tras los resultados, será investido ya con el traje ministerial. No hay tiempo que perder, y lo suyo serÃa que todos viésemos reflejado en el café de la mañana la cara del responsable de la economÃa. Es verdad, no hay tiempo para fiestas.