Durante unos días el festival taurino que se vive en nuestra ciudad trae una fiebre de identidad a los cocineros y establecimientos de hostelería de nuestra Murcia exaltada, y un plato brilla sobre todos: el rabo de toro. De la tradición a propuestas más o menos novedosas, que el mercado es amplio y la osadía no tiene límites. Y digo osadía no por que se cocine de formas más o menos novedosas, sino porque se llame “toro” a productos que no pasan de “vaca”, y algún infeliz cree que compra buey. No pasaría absolutamente nada de nada si el plato se llamara sencillamente “rabo”, pero la fascinación colectiva por la degustación de lo recién muerto, volviendo a entroncarse con las más bárbaras de nuestras prehistoricidades, cree que sin la palabra toro el apéndice no tendría el valor ni la magia suficiente para atraer a los comensales, ansiosos de su ración de calendario puntual, de rito y de comunión colectiva.
Que existan calendarios gastronómicos es sumamente interesante, porque por una parte mantienen tradiciones, aunque estas no deban ser respetadas únicamente en la manera de cocinar, que la creatividad es un rasgo humano y el cocinero/a tiene derecho a probarse. Lo que parece fuera de toda ética es que los platos a los que volvemos se falseen, básicamente con el producto que debería de darles nombre.
Hay que ver lo que tira el apellido en este caso.
De igual manera que se realizan festivales de tapas, 2x1 y otros intentos para el acercamiento del fugitivo cliente a sus rediles habituales, un homenaje colectivo año a año hacia el producto pondría sobre la mesa, la barra o el plato, otro motivo de espectáculo para que se vuelva al mundo hostelero. Hay que generar ideas que reactiven, y una muestra más o menos regulada sería otra fiesta dentro de la fiesta.