En Mallorca, la lengua oficial de las desvergüenzas públicas es el castellano. Lo deja caer sin tapujos en una de sus novelas Miguel de los Santos Oliver i Tolrà, que curiosamente alternó con naturalidad los dos idiomas, catalán y castellano, a lo largo de su fructífera carrera como periodista, poeta, narrador y ensayista. Pero lo verdaderamente chocante de este autor, nacido en Campanet a mediados del siglo XIX, es su aversión pública y notoria contra el exceso de apego hacia las viejas costumbres y la manera obtusa de pensar que suscita, según él, todo provincianismo al uso.
Aunque en el texto no acaba muy bien de entenderse a qué se refiere, o si es una crítica, o un desafío tal vez, lo cierto es que aquello pudo haber influido en alguna medida para granjearse, como parece más que probable, las simpatías de sus lectores más conservadores. De ser así, aquél se convierte en una cuestión de carácter más ideológico que intelectual, de alcance más ético que puramente estético.
A un escritor no se le valora tanto por los rudimentos de su prosa como por sus tramas, así como tampoco se le aprecia por sus ideas tanto como por sus obras, sobre todo si éstas apenas se leen, o se leen de aquella manera; que no sé que es peor, francamente. Pero, afortunadamente, ese no es el caso de Oliver. Apostado en las tribunas desde donde asomó bizarra su retórica, primero en la Vanguardia y más tarde en ABC, por nombrar dos de las más importantes, supo contender contra la posición de desventaja en la que parte, todavía hoy, su lengua vernácula, espoleando a sus contemporáneos en la necesidad de protegerla como un valor, acaso más axiomático que preciso, pero que resulta imprescindible si el pueblo mallorquín desea conservar, como así parece, una identidad que algunos, por los intereses que fueren, perdieron de vista hace ya tiempo.