Prefacio

A Borges no le hubiera disgustado que lo llamaran el "Vidente", no en el sentido vulgar de la palabra, por supuesto -ya que él no lo fue durante gran parte de su vida, y le habría parecido una burla- sino en el sentido esotérico. Sería como compararlo con el Vidente de Lublin, célebre rabino jasídico que poseía varios poderes, entre ellos el de la precognición. No es éste empero, el caso de Borges, que veía sin ver, como lo admite Alberto Manguel en un libro perdurable, recién editado (*). Ya ciego, poseía una especie de sentido adicional para inferir el título o la trama de un libro: "?acariciando los tomos de las obras en cualquier librería o biblioteca desconocida por él". Manguel mismo, afirma haber sido testigo ocular de esta maravilla. Es quizá el aserto más increíble de ese libro veraz, rico en íntimas sorpresas, y un digno homenaje al "Sumo Sacerdote de los Lectores" como allí se lo llama. Y, en verdad, ¿a qué otro consuelo sobrenatural podría aspirar ese gran poeta, escritor y bibliotecario ciego que no fuera la lectura, a pesar de su ceguera?

Borges "leía" con sus manos?Y no obstante lo difícil que resulta aceptarlo, yo creo que la aseveración de Manguel es cierta y el hecho verosímil . Los ciegos no sólo desarrollan cualidades sensoriales compensatorias, oído, tacto u olfato excepcionales, sino también, a veces, extrasensoriales; o bien, nuevos sentidos que aún no han sido cabalmente explorados. ¿Y qué otro nuevo sentido podía surgir en ese Quijote libresco del siglo XX que no fuera una lectura sin ojos? Más que ver, Borges leía, leía con la piel, con la yema de sus dedos y la palma de sus manos.

A menudo he pensado que la colosal cantidad de libros por él conocidos -y recordados- no se explica sólo por sus diversas "Ariadnas" lectoras, que lo guiaban por el "laberinto de su ceguera, incluida su madre, Doña Leonor Acevedo, en "esas tardes, que a las tardes son iguales", sino a más ocultos dones, como a él le gustaba decir.

Para hablar de ese misterioso don deberé, a mi vez, relatar un cuento; o, más bien, meter un cuento dentro de otro, al estilo bizantino. En un peregrino relato mío. solapadamente autobiográfico -que no citaré para guardar el anonimato requerido en muchos concursos literarios- he tergiversado, a mi manera, un suceso real vinculado con aquel tema. No puedo transcribir los párrafos de ese cuento por las razones antedichas, pero, tampoco, porque sería como mezclar dos sueños y todo sueño es intransferible, igual que ciertos secretos. Aludiré pues, a aquel episodio con otro relato, cual si surgiera de un nuevo sueño, aunque haya surgido de un episodio real. Pero esta vez sin ocultar los verdaderos nombres de los personajes, lo que antes había hecho por puro pudor y discreción.

I

Marquesini -así, a secas, pues nadie conocía su nombre de pila- fue un famoso taumaturgo cordobés, de la "pampa gringa" argentina (prefiero llamarlo así y no curandero o mago, porque la taumaturgia es el arte de hacer prodigios, y eso era lo que él hacía). En su provincia natal, Córdoba, lo conocían más como "adivinador de enfermedades", y a veces realizaba diagnósticos sorprendentes, poco menos que milagrosos. Había pasado por mi pueblo, Saturnino María Laspiur, cuyo verdadero nombre también mantengo aquí, camino a la ciudad de San Francisco, fronteriza con la vecina provincia de Sante Fe, a causa de la lluvia. Como el asfalto estaba interrumpido justo a una legua del pueblo, se le empacó, como dicen por allá, el coche en la cañada, y tuvo que quedarse en el pueblo por varias horas, hasta que se lo sacaran del pantano. Era natural que se apersonara en el sanatorio paterno, quizá llevado por la fama de mi padre, que ya era una leyenda viva entre los campesinos de toda esa región del Departamento de San Justo. Mi padre, el Dr. Nelay Najenson, médico que hacía de su oficio una misión, lo trató a cuerpo de rey.

Pero quien lo vio llegar fui yo, reconociéndolo de inmediato, porque su foto había aparecido en La Voz del Interior, matutino de la capital cordobesa, por haber salvado a un bebé de la muerte descubriéndole una grave dolencia que nadie había previsto. Para un niño de once años, que entonces soñaba con curar como lo hacía su padre, era todo un privilegio ver a alguien tan célebre, un "médico brujo", como decían los lugareños.

¿Es éste el sanatorio del Dr. Nelay? -me preguntó al verme ir a su encuentro, mientras bajaba de un sulky(**) que lo había traído de la cañada.

Sí, Dr. Marcó del Pont -le respondí de inmediato- él es mi padre, lo llevaré a su encuentro.

Gracias, pibe -dijo sonriendo- asombrado de que lo llamara doctor (pues no lo era, aunque había estudiado varios años de medicina), y por su nombre; luego subió ágilmente los escalones que conducían a la sala de espera.

Yo me adelanté a él para abrirle camino entre pacientes y enfermeras que abarrotaban la sala. Era un hombre delgado, de regular estatura y cabello rubio, que usaba muy corto, "a la americana", como se decía entonces. Para que no quedara trabado en la red de preguntas y respuestas que precedía toda entrada al consultorio de mi padre, altar de aquel templo, lo tomé de la manga y entré sin golpear, valiéndome de los derechos filiales. Por suerte, mi padre estaba con Domingo, el enfermero jefe, dándole instrucciones, y yo era su compinche y él mi "amigo grande", con quien pergeñábamos bromas a las enfermeras.

¡Papá -casi grité de emoción- te presento a Marcó del Pont! -Los tres rieron de mi salida y se estrecharon las manos.

Bienvenido -dijo mi padre- ¿qué lo trae a este pueblo perdido en la pampa?

Se me quedó el auto empantanado al borde de la cañada. Lo están sacando del pozo con una cuadrilla de caballos.

Les llevará horas, quédese a almorzar.

Encantado, espero no ser una molestia.

Al contrario, tendré mucho gusto en charlar un rato con Ud., su buen nombre lo precede.

Yo he descubierto que el suyo es el más querido de toda la zona...

Para ocultar su turbación, pues era un hombre modesto, mi padre lo interrumpió diciendo:

Venga, le mostraré el sanatorio - y lo llevó por todas las dependencias, explicándole casi cada detalle.

Tenemos hasta una piecita de revelar radiografías. Aquí nos quedamos muy aislados en época de temporales.

Me lo imagino, si ahora la cañada está impasable, después de una lluviecita, cómo será cuando caen torrenciales. Menos mal que ya ha escampado. Quizá pueda seguir esta tarde mi camino.

Sólo si lleva una buenas gomas pantaneras y cadenas, por las dudas.

Ya me han prevenido, pero el trecho más peliagudo parece estar al sur, como bien lo he podido comprobar, por el rebalse de la cañada.

Así es, si no terminan de construir el asfalto de una buena vez, la cañada se tragará al pueblo -Domingo me tapaba con su corpachón para que no vieran que yo los seguía a todos lados.

Cuando habían dado la vuelta completa, una de las mucamas se acercó a mi padre y le dijo al oído: "Doctor, ya está listo el almuerzo". Mi padre guió al forastero hasta el comedor privado, un ala del sanatorio donde estaba nuestro pequeño departamento, antes de que se construyera la nueva casa, en el solar vecino. Mi madre se hallaba, a la sazón, en la ciudad de Rosario, ayudando a una de sus cuñadas que iba a tener familia; de modo que comimos sólo los cuatro, atendidos por Onelia, la cocinera, cuyos exquisitos manjares el taumaturgo tuvo ocasión de apreciar y, oportunamente, alabar. Sirvió al estilo del pueblo, combinando la cocina criolla con la italiana: empanadas y chorizos, pasta y asado, regados por un vinito abocado (medio dulzón) de Traslasierra, seguidos por pastelillos fritos y alfajores caseros de dulce de leche con el café. De sobremesa, como era de esperar, hablaron de medicina y magia, usando a menudo palabras que yo aún desconocía, mientras los tres fumaban cigarros de hoja con un aroma que todavía embriaga mi memoria.

Luego mi padre llevó a Marcó del Pont, siempre acompañados por Domingo y mi sombra, al pabellón de enfermos graves, para oír sus diagnósticos. Pero él guardó silencio durante un minuto, y dijo con tristeza:

Después de una comida tan opípara, mi querido Doctor, no puedo diagnosticar ni un empacho, le ruego que me disculpe -mas al ver la desilusión de mi padre, agregó después de haber hesitado un momento:- No obstante,

(*) Alberto Manguel: "Con Borges" (Alianza Editorial, 2004)

(**) sulky: carruaje abierto, de grandes ruedas, tirado por caballos

hay algo que sí puedo mostrarle, sólo a Ud.,y bajo su promesa de que no se lo contará a nadie, al menos mientras yo viva.

Tiene mi promesa, vamos a mi consultorio y allí cerraré la puerta con llave -mi padre nos miró para pedirnos, sin palabras, con su delicadeza de siempre, que los dejásemos solos.

Domingo y yo saludamos como para irnos, pero no era eso lo que teníamos in mente. Nos adelantamos a su paso cruzando por uno de los atajos de ese caserón de un solo piso que era el sanatorio, y logramos escondernos en el consultorio antes de que llegaran, detrás del biombo donde se desvestían los pacientes.

Ellos se sentaron frente a frente, separados por el antiguo escritorio de caoba, después que mi padre cerró la habitación con llave y entornó las persianas para evitar la resolana. El sol de la siesta penetraba, empero, por una estrecha claraboya que había en el techo, alto y abovedado, como un cono de luz que atenuaba la penumbra y pendía cual un halo en torno a sus cabezas. Parecían dos santos varones, como esos que adornan los muros de la Capilla del pueblo, acentuando el aire de misterio que enrarecía la estancia.

El forastero, sin más demoras, le pidió a mi padre "una estampa o un grabado, algo poco común que no fuese fácilmente adivinable" -así dijo- y él le dio una pequeña fotografía que siempre llevaba en su billetera. Yo la conocía bien, porque era una imagen de mi madre escribiendo en una pizarra. Sin mirarla, la puso en la palma de su mano con la cara posterior hacia arriba, y luego fue describiendo lo que había en ella:

Una mujer rubia, distinguida, escribe algo en un pizarrón. Detrás hay un árbol centenario, una acacia quizás, y junto a ésta un aljibe cubierto de azulejos. -Asombrado, mi padre le preguntó:

¿Alcanza a ver lo que está escrito? -El hombre frunció el ceño como si se concentrara con cierto esfuerzo, y gotas de sudor corrieron sobre su frente:

"Te amo, eso es lo que cuenta" ¿Es su señora?

Sí, un recuerdo de cuando éramos novios, en Rosario. Pero Ud. seguramente lee mi pensamiento?

No necesito hacerlo, aunque también soy telépata. Tampoco se trata de clarividencia, eso es captar algo que está sucediendo en otro lugar al mismo tiempo. Yo simplemente lo veo.

No tiene ojos en las manos?

No hacen falta ojos para eso, todo está en todo, como una esfera infinita, extensible y retráctil, en la que el centro se halla en todas partes y el borde en ninguna.- Y adelantándose a la próxima pregunta, agregó: -no se trata de magia, ni de un truco ilusionista; tampoco sabría explicarle qué lo causa ni cómo funciona. Es un raro don que poseemos muy pocas personas en el mundo. Nos llamamos "videntes", más no puedo decirle.

Perdóneme, pero aún no me ha convencido -admitió mi padre- ¿los diagnósticos tampoco son reales, verdad?

¡Claro que lo son! Todos son dones, como diría Borges, y están vinculados.

¿Quién es Borges? -le pregunté a Domingo en un susurro inaudible.

No mencionó ningún nombre -el buen enfermero me miró intrigado- dijo que todos los dones, es decir los poderes, están ligados entre sí. -Me quedé pasmado y temeroso porque ese mensaje iba dirigido sólo a mí. Marcó del Pont sabía que estábamos allí escondidos, pero no nos delató.

Apenado porque mi padre no estaba realmente convencido, él señaló entonces un sobre con un impreso, todavía cerrado, que estaba sobre el escritorio.

¿Esto lo ha traído hoy el cartero?

Apenas un rato antes de que Ud. llegara. Es una nueva revista médica de aparición reciente, pero aún no la he leído.

Se supone que yo no la he tocado ni visto nunca. Abrala donde Ud. quiera y déjela en mis manos con el lomo para arriba.

Mi padre hizo lo que le pedía, y él posó la palma derecha bajo una de las páginas mientras sostenía la revista con la otra. Luego leyó un párrafo entero, palabra por palabra, en voz alta, y le pasó la revista a mi padre. Este, alelado, pudo comprobar que no se había equivocado ni una sola vez. El cono de luz que los envolvía cesó de pronto, y la semi-oscuridad se adueñó del cuarto. Un silencio ominoso cayó sobre los seres y las cosas. La voz del taumaturgo nos devolvió el mundo:

Vuelvo a recordarle su promesa?

Sí, de no contar lo que he visto mientras Ud. viva. No tema, tiene mi palabra de honor.

Gracias, Dr. Nájera, y también por su generosa hospitalidad.

Dicho esto, lanzó una mirada subrepticia hacia el biombo, lo cual significaba que nosotros dos estábamos, asimismo, implicados en dicha promesa. Mi padre lo acompañó hasta la calle, donde ya estaba estacionado su coche. Era una cupé blanca, con capota que, limpia del barro del pantano, brillaba como una joya en medio de las volantas* negras de los chacareros**; parecían carrozas fúnebres rodeando un ángel caído. Corrimos tras ellos a tiempo para la despedida, y el Taumaturgo nos abrazó a los tres, uno por uno. Cuando fue mi turno, al final, volví a escuchar aquel nombre como un tambor dentro de mí:

Borges es un poeta casi ciego que posee el don. Recuérdalo?

Domingo se llevó el secreto a la tumba porque murió ese mismo año de tuberculosis, poco antes del primer expendio público de penicilina en el país. El lo sabía de algún modo, quizá Marquesini se lo dijo; quizá, también, le ayudó a sobrellevarlo.

Cinco años más tarde, le oí contar a mi padre la historia, reconociendo que finalmente el Taumaturgo lo había convencido de su curiosa forma de leer, pero sólo de eso.

¿Ha muerto Marquesini? -le pregunté sin pensar. Me miró como sospechando algo perdido en el tiempo, pero nada preguntó y dijo:

Sí, hace unos días. Me enteré por la radio. Lástima, era tan joven todavía?

Esa misma noche escribí el borrador del primer cuento sobre todo aquello, que no incluía a Borges. Por esa época, también, empecé a leer sus libros. En ninguno de ellos, empero, deja traslucir nada sobre el don que compartía con el otro "Vidente". El también era un Taumaturgo, a su manera, aunque sus prodigios estaban hechos de palabras.

II

Pasaron otros cinco años hasta que conocí a Borges, en su casa de la calle Anchorena, en Buenos Aires. Mi tío materno, el Dr. Gregorio Topolevsky (a) "Goyo", que vivía entonces a dos cuadras del más grande de los escritores argentinos del siglo XX, me llevó a conocerlo. Eran amigos, porque habían escapado juntos a Montevideo durante una redada de la dictadura.

Borges nos recibió en su estudio-biblioteca que, contra mis expectativas, no albergaba una cantidad abrumadora de libros. Su madre, Doña Leonor Acevedo, nos hizo servir allí mismo, una perfecta merienda criolla con opción a mate cocido. Después de una inolvidable charla entre ellos sobre la época de Perón, matizada con recuerdos de la Banda Oriental, como insistían en llamar al Uruguay Doña Leonor y su hijo, y varias chispas del fino humor borgiano, me atreví a preguntarle si había conocido a Marquesini.

No conozco a ese escritor, ¿es argentino" -preguntó con su clásica ironía. Al ver que íbamos a enfrascarnos en una charla literaria, Goyo y Doña Leonor tuvieron el delicado tino de dejarnos solos por un rato, y aproveché para contarle, en pocas palabras, la anécdota con el Taumaturgo, y lo que me había dicho de él. Me escuchó con gran atención, y luego de unos minutos de silencio que me parecieron interminables, durante los cuales me arrepentí mil veces de haberle hecho una pregunta tan personal en lugar de hablar realmente de literatura y aprender de él, me contestó con su voz engolada, inconfundible:

Es como ese doble sueño del tesoro que Goyo me contó cuando cruzábamos el río hacia Montevideo, para olvidarnos de la Mazorca *** peronista que nos había seguido, casi pisándonos los talones: ****

" Un judío pobre llamado Aisik viajó a pie desde su remota aldea hasta Varsovia, para saber que el tesoro prometido en un reiterado sueño que lo incitaba a viajar a la capital del reino, no estaba allí sino en su propia casa. Ello le fue revelado gracias al sueño paralelo pero inverso de un guardia del palacio real, que se lo contó riendo para concluir: No voy a ser tan idiota como tú y creer no sólo que el tesoro existe, sino que se encuentra en esa remota aldea, oculto bajo el horno de un pobre judío llamado Aisik." ¿Comprendes?"

No todavía, Don Jorge Luis?

Sonriendo mefistofélicamente, con la mirada perdida en lontananza, Borges susurró.

Ya lo entenderás?-y mientras Goyo departía con Doña Leonor en la sala contigua, me dijo sin palabras:

Ahora puedes darme tu libro de poemas que trajiste para mí?-(yo lo tenía en mi bolsillo sin atreverme a entregárselo, y se lo dí, azorado por lo que acababa de descubrir). El lo tomó en sus manos, todavía sonriente y, aún sin hablar, prosiguió: -Son poemas nocturnos y trágicos, casi fúnebres; aunque apenas he leído unas pocas estrofas veo las huellas de José Asunción Silva, Claudio de Alas, Guillermo Valencia, y otros temibles poetas colombianos suicidas de fines del siglo pasado. No son malos maestros, pero su angustia conduce a la desilusión y al olvido. Veo también, con alivio, que no hay influencia mía en tus versos. Sigue tu propio camino, la poesía es como la Cábala, no se enseña ni se aprende, se busca.

Y al escuchar que ya Goyo estaba despidiéndose de Doña Leonor, alzó apenas el brazo hacia un estante situado a su derecha para sacar un libro pequeño, forrado en cuero, que puso en mis manos.

Léelo, y aprenderás de mis errores?-Eran todos los originales encuadernados de sus poemas juveniles de la época ultraísta, los "Salmos Rojos" y otros incluso inéditos, que sólo alcancé a vislumbrar allí, y que Borges nunca quiso publicar o reeditar; un verdadero tesoro?

En ese momento, Goyo y Doña Leonor aparecieron en el dintel de la puerta. Durante el corto trayecto de regreso a la casa del tío, el libro me quemaba las manos. Había dado con mi tesoro, y estaba leyéndolo al modo de Borges?Finalmente comprendí porqué éste había recordado el relato del doble sueño, y también porqué el Taumaturgo me había confiado aquel secreto. Mi susto fue tan grande, que nunca volví a probar si de veras poseía el don, o todo había sido mera sugestión.

* volantas: carruajes cerrados, tirados por caballos.

**chacareros: granjeros

***Mazorca: sociedad de matones políticos del tirano Rosas, en la Buenos Aires de mediados del siglo XIX, aplicada por el personaje como una metáfora a su época.

****Transcribo el cuento como lo recuerdo, apenas auxiliado por unos apuntes que tomé después para no olvidarlo.

José Luis Najenson, nacido en Argentina en 1938, en la actualidad vive en Israel. Ha publicado numerosos libros de poesía, cuentos, ensayo y novela. Profesor universitario, editor y miembro de numerosas asociaciones culturales, ha ganado docenas de premios literarios en todas las disciplinas y sido finalista en galardones tan prestigiosos como el Herralde.